jueves, 30 de abril de 2009

La Decadencia Escolástica: Occam - Rafael Gambra Ciudad

La Decadencia Escolástica: Occam
Rafael Gambra Ciudad


Material de Lectura Complementaria para la Primera Clase Magistral del Curso sobre Historia del Pensamiento Moderno.


El criticismo, que se inicia con Escoto, y la lucha de escuelas, resquebrajaron la fe y el espíritu constructivo que habían animado a las grandes síntesis teológico-filosóficas de los siglos XII y XIII, y van a determinar, en el siglo XIV, un ambiente crítico y escéptico que constituirá la decadencia y disolución de la Escolástica.

Un franciscano – Guillermo de Occam (1300-1350) – es el iniciador de la tendencia más característica de esta época. Su pensamiento representa, como hemos dicho, la reacción empirista y escéptica que suele seguir a toda época metafísica. Comienza Occam por exagerar el individualismo de Escoto: la doble afirmación de Aristóteles y de Santo Tomás según la cual sólo existen los individuos, pero la ciencia trata lo universal, es contradictoria. Si solo existen los individuos, ellos son el único objeto posible de nuestro conocimiento. Es cierto que poseemos conocimientos que no parecen referirse a ningún objeto individual. Así, el hombre, el triángulo, es decir, eso que llamamos conceptos o universales. La explicación, según Occam, es ésta: cuando conocemos con claridad poseemos el conocimiento concreto de lo individual, de Juan, por ejemplo. Pero cuando a Juan lo vemos de lejos tenemos un conocimiento confuso en que no podemos distinguirlo de otros seres parecidos, y a este conocimiento confuso le ponemos un nombre. Así decimos que es un hombre, palabra o término que puede aplicarse también a los otros objetos con que le confundimos. Si Juan se acercase más podríamos decir, por ejemplo, que es un militar, concepto también, y como tal confuso, pero más cercano del conocimiento perfecto, propiamente individual. Con esta doctrina restaura Occam el nominalismo de Roscelino, y se coloca a dos pasos del escepticismo, porque, si no hay conocimiento más que de lo individual y concreto, ¿cómo poseer el conocimiento universal y necesario de las leyes científicas?.

Las formas inteligibles, la materia individualizadora y demás conceptos metafísicos son para Occam entidades inútiles e imaginarias. Occam enuncia un principio, que él llama de economía del pensamiento: entia non sunt multiplicanda sine necessitate (los entes no deben multiplicarse sin necesidad); o bien: no expliques por lo más lo que puede explicarse por lo menos.

No sólo la metafísica es imposible y falsa para Occam, sino que también lo es la teología racional o conocimiento de Dios por la razón. Las pruebas tomistas de la existencia de Dios no concluyen, porque siempre sería posible una serie infinita de causas, y aunque se llegase a una primera causa, nada nos dice que eso sea lo que llamamos Dios. De Dios sólo podemos adquirir una cierta probabilidad de que existe, y lo demás sólo puede conocerse por la fe. Esta radical separación entre el mundo del conocimiento natural y el de la fe trae como consecuencia la absoluta libertad en el terreno del pensamiento y la posibilidad de que la ciencia y la filosofía se desentiendan del orden sobrenatural abandonándolo a la fe, esto es, se secularicen. Empirismo, agnosticismo y secularización son las características del pensamiento de Occam y ellas pasarán como rasgos fundamentales al pensamiento moderno, que se inicia con el Renacimiento.

El nominalismo del siglo XIV, en nombre de la sencillez y claridad del pensamiento, se empeña en una concienzuda destrucción de cuantas construcciones metafísicas se habían propuesto dar una explicación racional del Universo durante los siglos anteriores. Como todo escepticismo, logra mil argumentos para impugnar estas obras de la razón humana, apoyándose en la experiencia inmediata de los sentidos, que sólo nos da a conocer individuos concretos, materiales, diferentes. Pero, al cabo, esta labor demoledora coloca al hombre ante el mundo fragmentario, dividido en experiencias contradictorias, que provocó la iniciación de la filosofía en la Grecia presocrática. Y el hombre volverá a recomenzar la labor.

Sin embargo, tras cada período de aniquilación escéptica, el esfuerzo filosófico no vuelve a empezar por el principio. Tampoco prosigue simplemente la especulación metafísica en el punto en que la dejaron los últimos grandes pensadores. Recomienza en una esfera distinta, en un mundo nuevo que cuenta con la obra de todos los filósofos anteriores, pero también con las críticas de sus impugnadores. Así, el espíritu crítico y demoledor del nominalismo occamista acaba con la vigencia en aquel siglo de la concepción general del Universo que late bajo los grandes sistemas de la Escolástica cristiana, y abre la puerta a una nueva edad del pensamiento – la modernidad – que nos llevará ya de la mano al mundo espiritual en que vivimos.

Hemos visto desde los primeros días de la filosofía cristiana y a través de toda la Edad Media la alternancia de dos corrientes de pensamiento que en mil casos se rectifican mutuamente y contienden entre sí. La corriente que podríamos llamar platónico-agustiniana y que desde Tertuliano y San Agustín pasa a través de Escoto Eriúgena, San Anselmo, San Bernardo y la mística, hasta la filosofía del franciscanismo, y aquella otra que encuentra sus antecedentes en los padres latinos y, a través de Abelardo y los primeros aristotélicos, culmina en Santo Tomás.

La perennidad de ambas corrientes en el seno de la misma ortodoxia y del espíritu del Cristianismo no podría explicarse si entre ellas existiera una radical oposición. Esto nos sugiere que ambos modos de pensar son, en el fondo, complementarios. La verdadera ciencia, el fondo de nuestro saber, y también el sentido de nuestro recto obrar, proceden de lo alto, del espíritu divino, de su gracia, que es lo verdaderamente importante. Pero ello no exime al hombre de «ganar su ser en la vida», vivir, conocer y querer en medio y a través de las cosas de este mundo, cuya naturaleza y jerarquía puede y debe llevarnos también a Dios.

Y no sólo se complementan ambas corrientes en su contenido, sino que históricamente sirvieron también para corregirse – y apoyarse así – mutuamente. Todo excesivo intelectualismo que, sobre bases cristianas, pretende llegar a una sistematización de la realidad universal, halla en la sencilla intimidad del agustinismo el refugio de la verdad última, la luz del misterio con que siempre habría que chocar, y el consuelo a sus finales fracasos; y toda mística lindante ya con el ontologismo encuentra en el intelectualismo de tipo tomista la llamada a una jerarquizada realidad que, por vías naturales y ayudada de la gracia, va también a Dios y es camino fijo y seguro de verdades demostradas.

Si la filosofía es permanente esfuerzo racional por penetrar en ese profundo fondo de la realidad a donde no llega la evidencia de lo experimental, es natural la coexistencia de vías y modos distintos de mirar, modos que, a través de diferentes visiones parciales, se complementen y coordinen desde una visión global, sub especie aeternitatis.


[Texto tomado del libro de
Rafael Gambra Ciudad, Historia Sencilla de la Filosofía
Ediciones Rialp, Madrid, 1992 (Decimooctava edición), pp. 165-169.]


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