jueves, 22 de octubre de 2009

El Hombre Moderno. Descripción Fenomenológica - P. Alfredo Sáenz

El Hombre Moderno
Descripción fenomenológica
R. P. Dr. Alfredo Sáenz, SJ


Material de Lectura para la Novena Clase Magistral del Curso sobre Historia del Pensamiento Moderno.


Introducción

Antes de dar comienzo a nuestra descripción convendrá aclarar los términos elegidos. Decimos que trataremos del “hombre moderno”. Esta expresión es aparentemente insustancial y sin sentido, ya que siempre el hombre es moderno. Lo era ya el hombre de las cavernas y lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos. Siempre el hombre es de su época. Pero lo que acá queremos significar es otra cosa. Tomamos la palabra “moderno” no en el sentido cronológico del vocablo sino en un sentido axiológico, es decir, valorativo. Queremos referirnos al hombre que es producto de la llamada “civilización moderna”. También esta fórmula requiere explicación ya que, por los motivos anteriormente aducidos, toda civilización es igualmente moderna. Pero la entendemos en el sentido que le ha dado la Iglesia en su Magisterio de los últimos tiempos para calificar a la civilización resultante del largo proceso de apartamiento del orden sobrenatural, e incluso del orden natural, que se inició con el declinar de la Edad Media. Civilización moderna significa, pues, en nuestro caso, la civilización creada sobre los escombros de la antigua civilización fundada en el cristianismo. Y entendemos por “hombre moderno” al hombre que es fruto de dicha civilización.

Decimos, asimismo, que nuestra descripción será de índole “fenomenológica”. Este adjetivo es de origen kantiano. Max Scheler lo retomó para significar la consideración del hombre a través de sus valores y actitudes. Kant sostenía que en los seres hay un númenon, es decir, la esencia escondida, y un fenómeno, o sea, lo que de ella aparece al exterior. Pues bien, nosotros intentaremos una descripción del hombre de hoy, del que camina por la calle, el que ve televisión, según se nos manifiesta en sus diversas valoraciones y actitudes anímicas o existenciales.

Suponemos como ya conocidos, aunque fuere a grandes rasgos, los principales jalones del proceso de apostasía que caracteriza a los últimos siglos. Tras la civilización comúnmente llamada medieval, se inició dicho proceso, que pasa por el Renacimiento, la Reforma protestante, el Iluminismo, la Revolución francesa, la Revolución soviética, y ahora el Nuevo Orden Mundial. No se trata, por cierto, de bloques compactos. Incluso sería injusto tachar al Renacimiento de antimedieval. Dentro del llamado Renacimiento hay una buena dosis de espíritu medieval, sobre todo en el llamado “primer Renacimiento”, así como en el interior de la Edad Media hubo también pequeños “renacimientos”. No son períodos seccionables con regla y escuadra, pero sí marcan diversas tendencias que se concatenan entre sí [1].

El contenido doctrinal de las grandes etapas de la “revolución anticristiana” ha sido ampliamente dilucidado por autores de valía como Bossuet, Balmes, Donoso Cortés, el cardenal Pie, y entre nosotros Meinvielle y Caturelli. Pero también lo han analizado, si bien con valoraciones no siempre coincidentes con los pensadores anteriormente citados, autores ajenos al pensamiento católico. Así, por ejemplo, Augusto Comte, el fundador del positivismo. En su opinión, a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII se hizo todo lo posible por destruir lo que él llamaba “el poder teológico”, realizándose las grandes “suplencias” o “reemplazos” de un principio “tradicional” por otro “moderno”. Las “anteriores revoluciones”, como él las llamaba, no fueron, a su juicio, sino “sencillas modificaciones”. En cambio aquellos tres siglos instauraron lo que puede ser considerado como “la Gran Revolución”. Según se ve, el vocablo “moderno”, en labios de Comte, no significa simplemente “nuevo”, ni una especie de “moda” que hubiese cundido entre hombres menos apegados a la tradición, sino que designa un cambio copernicano en el curso de la historia. Algo semejante podemos encontrar en Kant, Hegel, Marx y muchos otros.

Un pensador actual, José Miguel Ibáñez Langlois, nos ofrece una visión panorámica de los acontecido. Tanto la filosofía griega como la teología medieval, escribe, concebían el universo como un orden jerárquico, donde el hombre ocupaba el vértice del cosmos. Ello se hace patente en la visión del Dante, donde el hombre es el rey de la creación, y la tierra el centro del universo, con sus diez esferas concéntricas, que el peregrino recorre hasta llegar al cielo o al infierno. Las imágenes de la Divina Comedia, más allá de la rudimentaria cosmología del Medioevo, encubrían una categórica cosmovisión metafísica y teológica. Dicha manera de ver, que comenzó a deteriorarse a partir del pesimismo luterano, se vería francamente cuestionada por la física de Galileo, pero por sobre todo por la revolución de Copérnico y su sistema heliocéntrico. En la nueva imagen del cosmos, el hombre pasaba a ocupar una posición minúscula y angustiosa. La tierra dejó de ser el centro del universo, y el hombre se percibió como una partícula insignificante. “El silencio eterno de estos espacios infinitos me espanta”, exclamaba Pascal, estremecido ante esta nueva evidencia.

Mas pronto se dio un paso crucial. El hombre no se resignaba con ser una partícula del cosmos, una “caña pensante”, al decir del mismo Pascal. Quería ser protagonista. Y así nació en él una tendencia a revertir el proceso, en orden a reconquistar la primacía debida, si bien sobre otros presupuestos. Ello se concretaría en el antropocentrismo moderno, el humanismo del Renacimiento y la Ilustración. Marginando la soberanía de Dios, el hombre quiso volver a ser el centro de la creación, pero atribuyéndose prerrogativas antes reservadas a la divinidad. De este modo, la edad moderna se propuso neutralizar por todos los medios a su alcance aquel anterior “pesimismo” cosmológico, más aún, convertirlo, por paradójico que ello pueda parecer, en un factor de exaltación humana, en una especie de nueva religión basada en la razón y el progreso científico. Sólo había que identificar la razón de aquella “caña pensante” de Pascal con la “razón universal”. Tal sería justamente la gran empresa de la filosofía moderna.

La infinitud del universo, afirmada ahora por la nueva cosmología, se fue transformando en la infinitud potencial de la propia mente, ahora concebida como una potencia ordenadora e incluso creadora, es decir, idéntica a la Razón divina. “Al cabo de este proceso – escribe Ibánez Langlois –, el terror de los espacios ilimitados se habrá convertido en la más rotunda autoafirmación del hombre que conozca la historia; la melancolía de la caña pensante será ahora el optimismo romántico-racionalista del espíritu hegeliano. Y en este cumplimiento habrán confluido, paradójicamente, todas las aspiraciones iniciales de la modernidad: la ciencia positiva, que engendró el proceso; el ideal renacentista y antropocéntrico del «hombre infinito», ahora satisfecho; el espíritu protestante, que en su modalidad secularista y desacralizadora ve extrañamente cumplido su objetivo; y el gnosticismo moderno que, como religión de la razón, cree alcanzar por fin el secreto del hombre y del universo y la técnica de su redención. A su vez esta empresa, como filosofía de la historia, abre al hombre un horizonte también infinito – el «progreso» – puesto que se estima potencialmente infinita la perfectibilidad racional de la mente humana” [2].

En el siglo XVIII, y como una especie de culminación de aquel proceso, apareció en Francia, que llevaba la bandera de la Revolución, una figura especial, la de los sedicentes “filósofos”. Serían ellos quienes, creyéndose los “hombres nuevos”, llamados a establecer en esta tierra la “ciudad de Dios” pero centrada en el hombre, se propusieron disipar totalmente las “tinieblas” de la tradición, por lo que se autodenominaron “iluministas”, “ilustrados”, enemigos de toda superstición. Se ha señalado la existencia de tres momentos en la implantación de esta ideología. El primero fue el momento de “los pocos”, o sea, de ese grupo que se creía iluminado; el segundo, el momento de “los muchos”, cuando sus ideas, sobre todo a través de la Enciclopedia, se propagaron en diversas capas de la sociedad; y finalmente el momento de “los todos”, cuando la ideología se hizo común. Y así, de las minorías ilustradas, las nuevas ideas se difundieron en las clases intermedias, hasta impregnar el tejido mismo de la sociedad. Pero como quedaban recalcitrantes, los dirigentes entendieron que no siempre la “ilustración” resultaba suficiente, si no se apoyaba en la fuerza. De ahí nació la famosa teoría del “despotismo ilustrado”, es decir, del apoyo del brazo secular para la implantación de las nuevas doctrinas.

La Revolución soviética no hizo sino llevar a su plenitud el ideal “libertario” de la Revolución francesa, su progenitora, como tan bien lo vio Dostoievski en sus grandes novelas. El hombre moderno, producto de estas dos grandes revoluciones de los últimos tiempos, se ha colocado bajo la égida de Prometeo, el héroe titánico de la mitología griega, que arrebató el fuego de los dioses para entregarlo a los hombres; el hombre por excelencia, con mayúscula, que se animó a desafiar las prohibiciones de Dios para comunicar su poder a sus hermanos, cumpliéndose finalmente la promesa del tentador: “Seréis como dioses”, y por tanto “conocedores del bien y del mal”. El hombre prometeico, con su ciencia emancipada, invadirá la región de los misterios, y cual nuevo demiurgo se abocará a instaurar un mundo que sea creación suya, una nueva creación que no experimente ya la necesidad del Creador [3]. Este gran proyecto del pensamiento moderno podría ser designado con el nombre de “cultura faústica”, ya que el hombre que lo ha concebido, entregando su alma al enemigo, recibió a cambio el control creciente del universo, camino al paraíso en la tierra.

Con este pantallazo histórico hemos llegado, quizás a la carrera, hasta nuestro tiempo, sólo inteligible a la luz de todos aquellos avatares. El cristianismo, principal adversario del triunfante proyecto prometeico, ha perdido vigencia social. Quedan cristianos, pero no ya Cristiandad, es decir, una sociedad impregnada con el espíritu del Evangelio. El gran literato y pensador inglés, C. S. Lewis, sostiene que estamos en una época post-cristiana, fruto de un salto histórico cualitativo: “Hablando a grandes rasgos – escribe – podemos decir que mientras para nuestros ancestros toda la historia se dividía en dos períodos, el pre-cristiano y el cristiano, y solamente en esos dos, para nosotros se dan tres: el pre-cristiano, el cristiano y lo que podríamos razonablemente llamar el post-cristiano… Los cristianos y los paganos tenían mucho más en común unos con otros que lo que tiene cualquiera de ellos con un post-cristiano. La brecha entre aquellos que adoran diferentes dioses no es tan amplia como la que se da entre los que adoran y los que no” [4]. Entre paganos y cristianos hubo un cúmulo de cosas comunes: la conciencia simbólica, la noción de sacralidad, el mundo del rito, etc. “El post-cristiano está cortado del pasado cristiano y por tanto lo está doblemente del pasado pagano” [5].

Así es la gente que vemos caminar por la calle, el uomo qualunque, fruto de este proceso secular. En las viejas épocas renacentistas el hombre cultivó amorosamente la pasión por el retrato, pero hoy, al contemplarse en el espejo de su narcicismo, ve hasta qué punto su rostro se ha distorsionado, como tan bien lo supo expresar Picasso, uno de los grandes exponentes de la modernidad. Un hombre saturado de promesas y de grandiosas expectativas que, al mostrarse vanas, lo dejan sumido en una desorientación poco menos que existencial. A veces pareciera apuntar una esperanza histórica, como aconteció por ejemplo cuando cayó el muro de Berlín. Pero ello no fue sino una anécdota en medio de un proceso de creciente decadencia. Por eso, como ha dicho hace poco el cardenal Ratzinger: “La decepción ante un marxismo que no mantuvo sus promesas cambió esa esperanza en nihilismo: son las naciones occidentales sobre todo las que han cedido a las tentaciones desesperadas de la droga y el suicidio. Este itinerario que desemboca en la nada habría podido suscitar un llamado hacia la trascendencia. Nada de eso sucedió…”. El mal es mucho más profundo. Toca al hombre en sus raíces.

La tradición india, que divide la historia en cuatro ciclos, llama Kali-yuga a la última época, la de la decadencia. En el Vishnu Purâna se dice de esa época, que es la actual: “Entonces la sociedad alcanza un estadio en que sólo la propiedad confiere rango, donde solo la riqueza es considerada virtud, donde solo la mentira es la fuente del éxito en la vida, donde sólo la sexualidad constituye un medio de gozo, y donde el ritualismo se confunde con la religión verdadera” [6].

Ya en 1909 Péguy había entrevisto todo esto: “La disolución del imperio romano – escribe – no fue nada en comparación con la disolución de la sociedad actual. Tal vez había más crímenes y un número aún mayor de vicios. Pero había, en cambio, recursos infinitamente mayores. Aquella podredumbre estaba llena de gérmenes. No conocía esta suerte de esterilidad que hoy tenemos”.

En un libro reciente, Enrique Rojas ha dicho que el hombre contemporáneo se parece mucho a los denominados productos light hoy en boga: comida sin calorías, manteca sin grasa, cerveza sin alcohol, azúcar sin glucosa, tabaco sin nicotina, leche descremada… Un hombre nuevo descafeinado, “cuyo lema es tomarlo todo sin calorías” [7]; en última instancia, “un hombre sin sustancia, sin contenido, entregado al dinero, al poder, al éxito, al gozo ilimitado y sin restricciones” [8]. Marcel de Corte aplica al hombre de hoy lo que el poeta inglés William Becket decía del de su siglo, señalando las consecuencias y estigmas que se manifiestan hasta en su realidad física, cuando abandona las finalidades naturales:

a mark in every face I meet,
marks of weakness, marks of woe

(“veo un signo en todos los rostros, signos de debilidad, signos de pena”) [9].


En estas conferencias intentaremos esbozar una descripción del hombre de nuestro tiempo, o más precisamente, del “hombre moderno”. Recurriremos para ello a numerosos pensadores actuales como Víctor Frankl, Francis Fukuyama, Michele F. Sciacca, José Ortega y Gasset, Gabriel Marcel, Marcel de Corte, y muchos otros. No es fácil sistematizar algo tan indefinible, así como tampoco evitar algunas reiteraciones, pero creemos que el esfuerzo vale la pena.




_______

Notas:

[1] Cf. Sobre esto José Ferrater Mora, El hombre en la encrucijada, Sudamericana, Buenos Aires 1965, p. 152.

[2] Introducción a la antropología filosófica, 2º ed., Eunsa, Pamplona 1980, pp. 98-99. Para el conjunto del tema ver pp. 90-116.

[3] Cf. J. Folliet, Adviento de Prometeo, Criterio, Buenos Aires 1954, p. 29.

[4] De descriptione temporum, incluido en Selected Literary Essays, p. 5.

[5] Ibid., P. 10.

[6] IV, 24.

[7] El hombre light. Una vida sin valores, Planeta Argentina, Buenos Aires 1994, p. 88.

[8] Ibid., p. 11.

[9] Cf. Encarnación del hombre, Labor, Barcelona 1952, p. 28.




[Tomado de “El hombre moderno. Descripción fenomenológica”, Alfredo Sáenz, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 2005]





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