lunes, 25 de mayo de 2015

El Sentido de la Filosofía Cristiana de la Historia en Josef Pieper - Marcelo Aguirre Durán

El Sentido de la Filosofía Cristiana de la Historia
en Josef Pieper
Marcelo E. Aguirre Durán


Universidad Santo Tomás (Chile)


En la lectura de la obra de Josef Pieper podemos encontrar una serie de elementos que nos harán referencia, necesariamente, a lo que es la filosofía de la historia. Se hace pertinente, por lo tanto, reconocer ciertos aspectos que son clarificadores de aquello que en Pieper se constituye como un aporte personal y que, al mismo tiempo, es una visión interpretativa de largo alcance, que permite aclarar una serie de temáticas surgidas del cuestionamiento propio de la disciplina histórica.

Para el desarrollo de estos diferentes aspectos descriptivos de la filosofía de este autor es necesario enumerar y explicar lo que podemos llamar “claves” para la interpretación de su obra. Nos parece que esto se puede ver de forma nítida en lo expuesto en el texto “El Fin del Tiempo”, ya que es allí donde aparece, de manera ordenada y sistemática, toda su propia filosofía de la historia (si es que podemos llamar propio a aquello que pretende ser orientador del pensamiento profundamente cristiano). A continuación daremos lugar a la exposición de algunas de éstas.

En primer lugar hemos de mencionar que la filosofía de la historia es un constante esfuerzo por fijar la vista en el futuro [*]. No habría otro sentido sino la orientación hacia lo que es el porvenir, ya que la pregunta por el pasado y por el presente se orientan exclusivamente hacia lo que es el futuro, lo cual se transforma en algo apremiante y natural [1]. Esta pregunta es tan radical que no podríamos renunciar a ella, ya que es la pregunta propia del filósofo que se encuentra frente al objeto, en este caso la historia.

Un segundo aspecto que surge como clarificador de la filosofía de la historia es aquel que tiene que ver con el salto a lo que es la teología. Esta necesidad, que se detallará más adelante, se da debido a que la historia misma no se podría explicar de forma única a partir de ella en cuanto temporal. Hay una necesidad de recurrir a un punto teológico que entregue una solución definitiva.

En tercer lugar debemos hacer mención a la cuestión por el fin. La filosofía de la historia necesita y debe preguntarse por el fin. No puede renunciar a él, y si bien puede parecer repetitivo en relación a la pregunta por el futuro, ésta se lo planteará en un orden progresivo, pues por futuro podría pensarse aquello que es más inmediato e incumplido aún, en cambio por el fin entendemos la pregunta esencial, que apunta a aquello en lo que desemboca la historia humana. Nuevamente vemos una relación, por lo tanto, con la teología.

Un cuarto punto que debemos destacar es la unión de la idea de progreso y lo que se constituye en el avance constante del hombre hacia aquello que es la recreación o planificación del Reino de los Cielos en la Tierra. Si bien esto nos podría parecer teología pura, se nos presenta con una diferencia, debido fundamentalmente a que tiene implícita la concepción de avance y de gobierno aquí en el mundo.

La quinta característica, y que a nuestro juicio es la que concluye con el aunamiento de los diferentes aspectos antes mencionados, es la de la esperanza, ya que en ella encontramos cómo se van entrelazando tanto la pregunta que brota en forma natural, el cuestionamiento por el futuro, la necesidad de la teología, el avance hacia el fin y el ejercicio histórico cotidiano, todo enmarcado dentro de esta virtud teologal.


La Filosofía de la Historia y la Necesidad de la Teología

La filosofía de la historia no puede renunciar a la pregunta por su sentido más íntimo, pero esa pregunta viene dada necesariamente por una visión desde y hacia la teología. Debemos recurrir a la pregunta de por qué es necesaria esta última para el estudio de la historia, y la respuesta la da el propio Pieper al decirnos que el conocimiento filosófico no puede renunciar a su ser más propio, el cual tiende a la trascendencia, y en consecuencia, al salto a lo teológico. Incluso menciona que no sólo la filosofía de la historia, sino que la filosofía en general, necesita de la teología como fundamento último del salto a lo trascendente. Tal vez sea por esto que las palabras de Pieper suenen tan evidentes pero al mismo tiempo obtengan una complejidad tan grande: “el comienzo y el fin no se captan en el fluir concreto de la historia. Por lo que tampoco pueden darse afirmaciones que sean el resultado de una investigación mental de la realidad” [2].

La dialéctica de la historia está dada por aquello que es la clave de la vida humana, es decir, la lucha de la salvación y la condenación. Si analizamos el desarrollo de la historia podremos darnos cuenta que es en la afirmación constante de esta lucha en donde se dan los elementos que desarrollan la vida misma. La esperanza estaría siendo un elemento de cuestionamiento frente a esto, pues supondría un estado de búsqueda que se permea a través de lo que se constituye como el deseo de posesión de un bien. La historia camina en búsqueda de lo trascendental, hacia la vida eterna y, en ese caminar, necesariamente ordenado a la felicidad permanente, estaría la clave del desenvolvimiento humano: “el concepto de una vida eterna, que al mismo tiempo es descanso eterno, sobrepasa las posibilidades de nuestro entendimiento” [3]. El problema fundamental de la necesidad de la teología está en que si la filosofía de la historia rechaza este salto, necesariamente carece de aquello que es lo que la constituye en su origen. No se puede renunciar a la teología, ya que es en ella en donde se encuentra la explicación final, el espíritu contemplativo.

La teología da el sentido último a la historia, le permite pasar de lo meramente humano a aquello que le aproxima a entender lo trascendental. La historia necesita de la teología pues sin ella carece de sentido la búsqueda del hombre y carece de sentido el principio sobre el cual se estructura la historia y el devenir histórico mismo, es decir, el camino hacia lo que es la contemplación divina como vuelta al origen dado por aquel mismo al que caminamos a contemplar. En otras palabras, la duración de nuestra historia se entendería como la del “tiempo necesario para el reclutamiento del pueblo santo hasta la llegada final del Señor” [4].

La pérdida del sentido de la historia es tan profunda que podemos notar cómo se desarticula el orden y el camino de la existencia del hombre en el tiempo. Refiriéndose a la incapacidad de poder entrar en lo que sería una filosofía del ser sin un salto a lo teológico, Josef Pieper explica: “en el caso de la filosofía de la historia queda excluida semejante legitimidad provisional pues, sin más, pierde de vista su objeto en tanto que rechaza la remisión a la teología; no puede en modo alguno considerar seriamente el conjunto de la historia; de antemano es incapaz de hacer justicia a lo que su nombre proclama” [5]. En la misma línea, Henri-Irenée Marrou y Hans Urs Von Balthasar [6] nos presentan la idea de la filosofía enmarcada en aquello que es la teología de la historia. Vemos allí un esfuerzo permanente por dejar en claro aquello que el mismo Pieper menciona en reiteradas oportunidades, es decir, que la vida del hombre es un caminar hacia aquello que es lo esencial, aquello para lo cual el desenvolvimiento humano adquiere sentido, es decir, la vida en la contemplación de Aquél que es capaz de decir: “Yo Soy el que Soy” [7].

La revelación ha permitido el estudio por el fin y se ha preocupado, según el sentido de la pedagogía divina, por la revelación de este fin en la historia. El final se entiende únicamente en la medida en que el fin está próximo, pero no con una proximidad cronológica, sino con una proximidad histórica, la cual se encuentra añadiendo constituyentes al devenir mismo. La historia alcanza su sentido en la teología. Adquiere, de este modo, una orientación, y no se transforma únicamente en un desarrollo progresivo meramente material, sino que va hacia el fin mismo del camino emprendido. Tal vez sea por esto que la profecía adquiere una resonancia fundamental en aquello que es la pregunta por el fin.

La profecía permite que la historia no se desenvuelva únicamente con la idea de un avance sin conocimiento alguno, sino que da la respuesta al interrogante permanente en que vive el hombre. Aquí encontramos, de forma inmediata, una nueva pregunta: ¿cómo la historia, si desconoce el futuro, puede saber que se encamina hacia un fin?. La respuesta es, tal vez, la más difícil de responder, pero al mismo tiempo es la que se encuentra de manera más explícita en la obra del filósofo alemán. La historia desconoce el futuro en la totalidad, ya que es parte de su esencia el desconocimiento de éste, pero sabe que hay un fin extra-histórico, y esa certeza la obtiene únicamente porque sabe que en la profecía puede encontrar una respuesta al interrogante planteado. La profecía es una respuesta teológica, e incluso se puede llegar a decir que: “quien acepta con fe la profecía revelada del fin de la historia (y es necesario añadir: y que asuma en su conciencia lo creído con la interpretación reflexiva de la teología) es capaz de ver más en los mismos acontecimientos y personajes históricos; puede percibir algo en esos acontecimientos y personajes que tiene una relación interna con el fin del tiempo” [8].

El fin sería la eternidad, pues sin ella (eternidad) no existiría una armonía hacia lo que es la vida del hombre orientada hacia la perfección. El hombre avanza temporalmente hacia un fin extratemporal. Pieper explica: “el concepto de una vida eterna, que al mismo tiempo es descanso eterno, sobrepasa las posibilidades de nuestro entendimiento” [9], y a ello suma la afirmación de que quien de alguna manera no reconoce una afirmación revelada acerca del fin no puede tampoco hacer ninguna experiencia en la concreta realidad histórica referente a éste, puesto que la historia misma, en cuanto disciplina que busca algo más allá de lo temporal, apunta siempre y por su misma índole interna a su telos [10].


El Fin y sus Características

Para Josef Pieper ésta es la pregunta más fundamental dentro del desarrollo de la historia. La pregunta por el fin de los tiempos estaría centrando la investigación histórica en aquello que constituye la esencia de la vida del hombre. De alguna forma la pregunta por el fin remite a la pregunta por la felicidad, el estado que permanentemente buscamos y que consciente o inconscientemente intentamos encontrar. El fin del hombre muestra evidentemente el cuestionamiento vital que se constituye en el cuestionamiento ordenador de los actos que realizamos, y es aquello que da pie al surgimiento de lo que conoceremos como la pregunta por la esperanza y su sentido. La esperanza, producto de la proyección hacia el futuro y de la certeza de que existe un fin, certeza dada por la teología, sería la virtud que permite entender que el ser humano se desarrolla, en cierta forma, en un ser finalístico.

Debemos decir que el fin del hombre es un fin por vocación. Por más curiosa que nos pueda resultar esta afirmación, debemos hacer notar que esta vocación está significando, tal como lo menciona Pieper, “que el hombre no dispone de la capacidad para producir un fin en ese sentido absoluto. En el conocimiento y aceptación de su propia condición de criatura, que no alcanza a poner el ser ni tampoco a eliminarlo, el hombre tiene que entenderse destinado más bien a un fin del tiempo de otra índole, a un fin al que ha de sobrevivir por vocación y no por condena” [11]. El fin del tiempo tendría, por lo tanto, un sentido de llamado, pero no un llamado que se perfeccionaría en la muerte, pues ella nunca puede ser perfección, sino que sería un llamado hacia la concepción de que tras ésta (la muerte) encontraríamos una plenitud a partir de la contemplación.

¿Cómo podemos llegar a plantear la existencia de algo más allá a partir sólo de la historia?. Es habitual que pensemos que el fin es únicamente una decadencia, y esto no es contrario a nuestra manera de entender la realidad, es decir, una forma temporal. El fin de la historia no puede ser una negación de todo, una aniquilación; éste no puede ser asimilado a una annihilatio. Debemos pensar en el fin del tiempo como aquello en lo que no hay ni tiempo ni historia. Hay que remontarse, entonces, a la creatio ex nihilo, pues allí encontramos la actuación intemporal, ocurrida fuera del tiempo [12].

Para pensar el fin del tiempo debemos pensar en el fin de la historia de la salvación, la cual es, en realidad, la llegada a la plenitud de ésta. La historia nos habla de una llegada a la atemporalidad, “a un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21, 1). A esto mismo hace referencia San Pablo en su carta a los corintios: “Momentáneas y ligeras son las tribulaciones que, a cambio, nos preparan un caudal eterno e inconmensurable de gloria; a nosotros que hemos puesto la esperanza, no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Cor 4, 17-18). La vida final después de la historia sería, entonces, una plenitud alcanzada por el paso de la misma. Tal vez allí está la fascinación por la pregunta sobre el fin, ya que en realidad lo que estaríamos alcanzando sería, por medio de un don no obtenido por nuestras propias fuerzas, un estado de perfección y, de este modo, la superación definitiva de las realidades que son las propias del hombre, como la finitud y la temporalidad. El fin sería, entonces, “una transposición del ser temporal del mundo histórico al estado de la participación directa en la manera de ser intemporal del Creador” [13].

¿Cómo preparamos el camino hacia el fin de la historia? Ese camino de transposición se prepara intrahistóricamente. No podemos pretender llegar al desenlace de la misma si antes no hemos desarrollado una intención por alcanzar esa plenitud final. La supresión de lo temporal se logra con la supresión del tiempo en cada uno, pero al mismo tiempo requiere de un esfuerzo aún mayor por alcanzar un ideal de felicidad y disposición permanente. Para Pieper “la felicidad es esencialmente un regalo. No se es forjador de su propia felicidad” [14]. El hombre, de este modo, alcanza este estado a partir de lo que llamamos el principio y, al mismo tiempo, el fin de él mismo. El fin carece de cualquier explicación ya que es un don de Dios, sobrenaturalmente entregado. Cada uno de los seres finitos, y por lo tanto temporales, debe conducir necesariamente a este origen primero, el ser eterno [15].

El fin adquiere una característica que se relaciona con lo que llamamos lo catastrófico. El fin no se da especialmente en aquello que es el rescate de lo puramente noble y bueno que constituye la felicidad del hombre, sino que, como lo hemos dicho antes, lleva consigo el sufrimiento y la explicación de la catástrofe como elemento fundamental.

La catástrofe y el sufrimiento del hombre adquieren su único sentido en una explicación doble: en primer lugar, la idea de que cada uno de los seres que formamos parte de la creación estamos siendo parte de aquello que es la razón misma de la vida: la contemplación. El sufrimiento, en segundo lugar, estaría explicándose únicamente por la temporalidad de la que somos parte, y se podría tomar tanto como una purificación o como una separación de la vida hacia la que tendemos y en la cual éste no existiría (la contemplación conlleva la ausencia del dolor).

Podemos preguntarnos por qué, por ejemplo, hablamos del trabajo como una ardua labor en la cual también está incluido el sacrificio y, en cierta forma, la propia catástrofe. Sin dudas aquí aparece la noción teológica que no debemos olvidar, y que reconocemos como el mysterium del cual somos parte en cuanto creaturas.

Intrahistóricamente el fin adquiere un sentido de catástrofe porque se encuentra en un estado de oscuridad; se relaciona solamente con lo sensible y evidente, careciendo de visión trascendental. Éste se completa con el fin extra-temporal o extra-histórico, que sería el que permite la claridad de la visión de la historia, iluminando el devenir del hombre a partir de la esperanza en la vida eterna, después de esta vida. No sólo se refiere a la visión beatífica, sino que, al mismo tiempo, se refiere a la visión de plenitud, habiendo descubierto que todo se ha completado y que la perfección ha acabado finalmente en esta situación de apertura, pues se sabe que ya no habrá nada más.

La esperanza es encontrar que la salvación, al llegar, se termina como anhelo, pues se alcanzará el momento en que se suprima el tiempo mismo y en el cual ya no se busque nada más, ya que se habrá logrado todo. Pieper aclara este cuestionamiento diciendo: “una tal filosofía de la historia, en tanto que habla del fin, ¿puede proporcionar una información optimista o su respuesta es más bien pesimista?. ¿Es, pues, pesimismo?. ¡No!. Primero, porque el estado final intrahistórico no se entiende como un fin último y definitivo; segundo, porque está bajo la categoría de lo oculto e impropio” [16]. El término de la historia se da, por lo tanto, en lo que sería esa visión y vivencia del fin último, inmutable y feliz, visio beatifica, con lo que debe decirse que la mayor sublimación de la existencia, el quehacer vital más pleno y la satisfacción definitiva de todo deseo adoptan la estructura de un ver, más exactamente, que todo eso se realiza en el descubrimiento contemplativo del fundamento divino del mundo [17].

Existe un claro peligro al momento de entregar la visión de la historia como un fin que únicamente carece de la temporalidad catastrófica y que mantiene un elemento de final intrahistórico. La catástrofe se da en la forma de un progreso, el cual el mismo Kant menciona como un progreso constante hacia algo mejor [18]. Lo interesante de esto es ver cómo un autor, que desarrolla un pensamiento distinto al del filósofo tomista, ve en el avance temporal, en la historia misma, un continuo determinado por el tiempo, pero que es un caminar de manera constante. La clave está en que ese progreso que ya menciona Kant, y que podemos entender como un progreso que no sólo se limita a la idea positiva ilustrada, sino que contiene en sí una idea totalmente desarrollada hacia lo que es un bienestar generalizado de la sociedad humana, depende necesariamente, aunque él mismo no lo haya notado, del dato metafísico. Pieper afirma que: “la firmeza de la fe en el progreso, de ese esperar abiertamente desesperado, se alimenta de una raíz metafísica, cuyo verdadero sentido no pudo ver Kant o no pudo explicar, pero que pertenece al estado originario de una existencia realmente humana” [19].

Finalmente, debemos dejar en claro que el fin del tiempo no se puede limitar únicamente a lo que se constituye como una interpretación racional de las actividades propias del hombre. Hay que tener en cuenta que la razón no puede llegar a la concepción de un mundo extrahistórico, a un mundo de eternidad. Para Pieper la visión que tiene el hombre occidental en relación a la historia y a la dimensión de progreso no-cristiano debe ser entendida como una limitación, no como un avance.

Faltaría, entonces, volver al sentido cristocéntrico de la historia, a una teología de la historia que, entendiendo este mundo como la preparación y anticipación del Reino Celestial, recuerde que la Parusía es siempre inminente [20].





Notas:

[*] Las "negritas" son del Centro Pieper.

[1] Para el autor la pregunta por el futuro es tan natural al hombre mismo que incluso hace referencias a la pregunta teleológica y, al mismo tiempo, a la pregunta escatológica que se deriva de ello. En el desarrollo del texto aparece constantemente la relación con estos aspectos más propios de la teología.

[2] JOSEF PIEPER, El Fin del Tiempo, op. cit., p. 17.

[3] JOSEF PIEPER, El Ocio y la Vida Intelectual, Madrid, 1998, p. 248.

[4] Cf. HENRI-IRENÉE MARROU, Teología de la Historia, Madrid, 1978, p. 69.

[5] JOSEF PIEPER, El Fin del Tiempo, op. cit., p. 23.

[6] HANS URS VON BALTHASAR, Teología de la Historia, Madrid, 1959.

[7] Pieper se refiere a Dios en una clave teológica, pero al mismo tiempo haciendo el juego con aquello que es la clave metafísica, el ser en plenitud, aquél que es y que tiene la plenitud del ser, en el cual se confunden de forma perfecta tanto la esencia como la propia existencia.

[8] JOSEF PIEPER, El Fin del Tiempo, op. cit., pp. 46-47.

[9] JOSEF PIEPER, El Ocio y la Vida Intelectual, op. cit., p. 248.

[10] JOSEF PIEPER, El Fin del Tiempo, op. cit., pp. 46-47.

[11] Cf. JOSEF PIEPER, El Fin del Tiempo, op. cit., pp. 65-66.

[12] Cf. JOSEF PIEPER, El Fin del Tiempo, op. cit., p. 67; Gn 1, 1-2.

[13] JOSEF PIEPER, El Fin del Tiempo, p. 70.

[14] JOSEF PIEPER, El Ocio y la Vida Intelectual, op. cit., p. 246.

[15] Cf. EDITH STEIN, Ser Finito y Ser Eterno. Ensayo de una Ascensión al Sentido del Ser, México D.F., 2002, p. 352.

[16] JOSEF PIEPER, El Fin del Tiempo, op. cit., p. 84.

[17] Cf. JOSEF PIEPER, Una Teoría de la Fiesta, Madrid, 1974, p. 24. Si bien el autor se refiere a la fiesta en cuanto contraposición con la cotidianidad, también hace relación a ella en cuanto que es la prefiguración de lo que nosotros entendemos como la plenitud de la vida en la visión de Dios, plenitud que supone el paso de esta historia a la vida en plenitud.

[18] Cf. JOSEF PIEPER, El Fin del Tiempo, op. cit., p. 98.

[19] JOSEF PIEPER, El Fin del Tiempo, op. cit., p. 101.

[20] Cf. JEAN DANIELOU, Essai sur le Mystère de l’Histoire, París, 1953, p. 13.




Fuente: Ecclesia, Revista de Cultura Católica,
XXI, n. 1, 2007 - pp. 113-121.
[Publicación del “Pontificio Ateneo Regina Apostolorum” de Roma, Italia]





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