jueves, 13 de junio de 2013

Anacleto González Flores y la Epopeya Cristera - P. Alfredo Sáenz

Anacleto González Flores y la Epopeya Cristera
R. P. Dr. Alfredo Sáenz, SJ


Con el personalísimo estilo del P. Sáenz, este escrito suyo considera la figura fascinante de Anacleto González Flores y la gesta cristera en México de 1926-1929. Desde su llamado al sacerdocio hasta su martirio, Alfredo Sáenz retrata con arrobante interés la figura de «El Maestro», beatificado junto con sus compañeros de martirio.


Introducción

Consideraremos ahora una figura realmente fascinante, la de Anacleto González Flores, uno de los héroes de la Epopeya Cristera. Anacleto nació en Tepatitlán, pequeño pueblo del Estado de Jalisco, cercano a Guadalajara, el 13 de julio de 1888. Sus padres, muy humildes, eran fervientemente católicos. De físico más bien débil, ya desde chico mostró las cualidades propias de un caudillo de barrio, inteligente y noble de sentimientos. Pronto se aficionó a la lectura, y también a la música. Cuando había serenata en el pueblo, trepaba a lo que los mexicanos llaman «el kiosco», tribuna redonda en el centro de la plaza principal. Era un joven simpático, de buena presencia, galanteador empedernido, de rápidas y chispeantes respuestas, cultor de la eutrapelia.

A raíz de la misión que un sacerdote predicó en Tepatitlán, sintió arder en su corazón la llama del apostolado, entendiendo que debía hacer algo precisamente cuando su Patria parecía deslizarse lenta pero firmemente hacia la apostasía. Se decidió entonces a comulgar todos los días, y enseñar el catecismo de Ripalda a los chicos que lo seguían, en razón de lo cual empezaron a llamarlo «el maistro», sin que por ello se aminorara un ápice su espíritu festivo tan espontáneo y la amabilidad de su carácter. Al cumplir veinte años, ingresó en el seminario de San Juan de los Lagos, destacándose en los estudios de tal forma que solía suplir las ausencias del profesor, con lo que su antiguo sobrenombre quedó consolidado: sería para siempre «el Maistro».

Luego pasó al seminario de Guadalajara, pero cuando estaba culminando los estudios entendió que su vocación no era el sacerdocio. Salió entonces de ese instituto e ingresó en la Escuela Libre de Leyes de la misma ciudad, donde se recibió de abogado. Quedóse luego en Guadalajara, iniciando su labor apostólica y patriótica que lo llevaría al martirio. Pero antes de seguir con el relato de su vida, describamos el ambiente histórico en que le tocó vivir.


I. Antecedentes

Para entender lo que pasó en el México de Anacleto, será preciso remontarnos más atrás en la historia de dicha nación. A comienzos del siglo pasado, los primeros conatos de rebeldía, protagonizados por Hidalgo y Morelos, tuvieron una connotación demagógica, de lucha de razas, así como de aborrecimiento a la tradición hispánica. Poco después, apareció una gran personalidad, Agustín de Iturbide, con una visión totalmente diferente. En 1821 proclamó el llamado Plan de Iguala, con tres garantías: la independencia de España, pero evitando una ruptura con la madre patria, la unión de todos los estamentos sociales –españoles, criollos e indios), y la Religión Católica, como base espiritual de la nueva Nación. Sobre estas tres bases, Iturbide fue proclamado Emperador de México. Desgraciadamente, tal proyecto no se concretó de manera duradera.

Un segundo momento en la historia de esta noble nación es el que se caracteriza por la virulencia del liberalismo. Fue la época de la «Reforma» de Benito Juárez, plasmada en la Constitución de 1857. Con el nombre de «Reforma» se quiso probablemente aludir a la rebelión protestante contra la Iglesia. Tratóse de un nuevo proyecto, eminentemente anticatólico y antihispano, que hizo del liberalismo una especie de religión laica, con lo que la Iglesia quedó totalmente excluida de la vida pública mexicana, en la admiración rendida a la mentalidad predominante en los Estados Unidos, y al espíritu de la Ilustración.

La ulterior invasión de los franceses y la coronación de Maximiliano, hermano del Habsburgo Francisco José, como emperador, con el apoyo de los Austrias y de Napoleón III, proyecto al que se aliaron grandes patriotas mexicanos como Miramón, Márquez y Mejía, trajo una esperanza y una alternativa frente al influjo nefasto de los Estados Unidos. Pero este Imperio duró también muy poco, cerrándose trágicamente con el fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía, entre otros. A raíz de la implantación de la Reforma, tuvo lugar la primera resistencia católica, popular y campesina, sobre todo en Guanajuato y Jalisco, inspirada en la condena que Pío IX hizo de aquélla en 1856. Más adelante gobernó Porfirio Díaz, también liberal, pero que se abstuvo de aplicar las leyes antirreligiosas más virulentas de la Reforma.

En 1910 cayó la dictadura porfirista. Podríase decir que a partir de 1914 comienza el tercer período de la historia de México. Fue entonces cuando se reanudó el proyecto liberal del siglo pasado bajo el nombre de Revolución Mexicana, impulsada por los sucesivos presidentes Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas..., hasta el día de hoy, siempre con el apoyo de los Estados Unidos.

Ante tantos males que herían el alma de México surgió la idea de proclamar solemnemente el Señorío de Cristo sobre la nación herida. Lo primero que hicieron los Obispos fue coronar de manera pública una imagen del Sagrado Corazón, pero luego determinaron hacer más explícito su propósito mediante una consagración a Cristo Rey, donde se ponía bajo su vasallaje la nación, sus campos y ciudades. El pueblo acompañó a los pastores con el grito de «¡Viva Cristo Rey!», proferido por primera vez en la historia, lo que concitó las iras del Gobierno.

Fue el presidente Carranza (1917-1920), quien inspiró la Constitución de Querétaro de 1917, más radical aún que la de 1857. Un alud de decretos cayó sobre México, en un año un centenar. Se impuso la enseñanza laica no sólo en la escuela pública sino también en la privada; se prohibieron los votos y, consiguientemente, las órdenes religiosas; los templos pasaron a ser propiedad estatal; se declaró a la Iglesia incapaz de adquirir bienes, quedando los que tenía en manos del Estado; se declaró el matrimonio como contrato meramente civil; se estableció el divorcio vincular; se fijó un número determinado de sacerdotes para cada lugar, que debían registrarse ante el poder político. Así el catolicismo pasaba a ser un delito en México y los creyentes eran vistos poco menos que como delincuentes.

En Guadalajara, patria pequeña de Anacleto, la promulgación de los decretos se llevó a cabo con elocuencia jacobina. Un diputado local, que pronto llegaría a Gobernador del Estado de Jalisco, tras recordar que «la humanidad, desde sus más remotos tiempos, ha estado dominada por las castas sacerdotales» evocó de manera encomiástica la Revolución francesa, para concluir: «todos aquellos que están dominados por la sacristía, son sangüijuelas que están subcionando (sic) sin piedad la sangre del pueblo». Para salir al paso de este primer brote anticatólico, el Arzobispo ordenó suspender el culto en la diócesis, ya que la nueva Ley parecía hacerlo imposible. Todo el pueblo se levantó en protesta contra el gobierno.

El intendente de Guadalajara, preocupado, convocó a los ciudadanos para tratar de persuadirlos. Los católicos que habían tomado la costumbre de reunirse en las plazas y de convertir en templos algunas casas particulares, acudieron a la convocatoria del gobernante, designando a Anacleto para responderle como correspondía. Comenzó el intendente su discurso increpando duramente a los agitadores clericales, si bien habló con cortesía de las mujeres católicas y disculpó al pueblo allí presente, ya que a su juicio había sido embaucado. Insultó a los reaccionarios y luego, fijando sus ojos en Anacleto, le dijo: «usted acabará fusilado». González Flores no se amilanó sino que contestó con una enardecida arenga.

El pueblo católico se sintió confortado. Las protestas se multiplicaban, pidiendo la derogación de los decretos.

Ahora tuvo que intervenir el Gobernador. «Que me prueben –dijo– que realmente es el pueblo el que está en desacuerdo». El pueblo entero se hizo presente frente a la Casa de Gobierno, encabezado otra vez por Anacleto. El Gobernador salió al balcón y comenzó diciendo: «Habéis sido reunidos aquí por un engaño». Miles de brazos se alzaron y un enérgico «no» resonó en la plaza. «Os dijeron –siguió el Gobernador–, que yo quería una demostración de que sois católicos». «¡Sí, sí!», gritó la multitud. «Pues bien, ya lo sé, ya lo sabía hace mucho tiempo, pero vuestros sacerdotes os engañan, os han engañado». «¡No, no!», contestaron los católicos. «Ellos no quieren acatar la ley. Pues bien, no tenéis más que dos caminos: acatar el Decreto expedido por el Congreso, o abandonar el Estado como parias».

Resonó entonces una estrepitosa carcajada. El Gobernador volvió la espalda a la multitud, entre insultos y gritos. Al fin no le quedó sino ceder, revocando el Decreto.

En el orden nacional sucedió a Carranza como Presidente el General Obregón (1920-1924), quien tuvo la astucia de no aplicar íntegramente la Constitución de 1917. De ello se encargaría Calles (1924-1928), declarando la guerra al catolicismo mexicano. Fue durante su período –en 1925– que Pío XI instituyó la solemnidad litúrgica de Cristo Rey. Ulteriormente el Papa diría que el motivo que lo decidió a tomar dicha medida había sido el fervor del pueblo mexicano en favor de la Realeza de Cristo.

Durante estos últimos años, tan arduos, los católicos habían comenzado a movilizarse. Destaquemos una figura señera, la del P. Bernardo Bergöend, de la Compañía de Jesús, quien en 1918 fundó la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, la ACJM, con el fin de coordinar las fuerzas vivas de la juventud, en orden a la restauración del orden social en México. La piedad, el estudio y la acción fueron los tres medios elegidos para formar dichas falanges, no desdeñando el ejercicio de la acción cívica, en defensa de la religión, la familia y la propiedad. El lema lo decía todo: «Por Dios y por la Patria».

El P. Bergöend se había inspirado en el conde Alberto de Mun, creador de la Asociación Católica de la Juventud Francesa. Su idea era formar «un buen contingente de jóvenes estrechamente unidos entre sí que, animados de una fe profunda en la causa de Dios, de la Patria y del alma popular, trabajasen a una por Dios, por la Patria y por el pueblo, amando a Dios hasta el martirio, a la Patria hasta el heroísmo y al pueblo hasta el sacrificio». De la ACJM diría en 1927 el P. Victoriano Félix, jesuita español, que había «acertado con el más perfecto modo de formar hombres, pues ha sabido forjar mártires».

De la ACJM provinieron los jefes de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, organización encargada de coordinar las distintas agrupaciones católicas para enfrentar la terrible persecución. La Liga, de carácter cívico, no dependería de la Jerarquía, ni en su organización, ni en su gobierno, ni en su actuación, asumiendo los dirigentes la entera responsabilidad de sus acciones. En 1926, la Liga estaba ya instaurada en la totalidad de la República. Sólo en la ciudad de México contaba con 300.000 miembros activos. Todas las organizaciones católicas existentes se pusieron bajo su conducción.

Tal fue el ambiente en que se movió nuestro héroe. Su estampa nos ofrece dos principales facetas, la del docente y la del caudillo.


II. «El Maistro»

Ya hemos dicho cómo desde sus mocedades, Anacleto mostró una clara inclinación a la docencia, inclinación que se fue intensificando en proporción al acrecentamiento de su formación intelectual. Durante los años de seminario, frecuentó sobre todo el campo de la filosofía y de la teología, con especial predilección por San Agustín y Santo Tomás. Para su afición oratoria sus guías principales fueron Demóstenes, Cicerón, Virgilio, Bossuet, Fenelon, Veuillot, Lacordaire, Montalembert, de Mun, Donoso Cortés y Vázquez de Mella. Su amor a las artes y las letras lo acercó a Miguel Ángel, Shakespeare e Ibsen. Su inclinación social y política lo llevó al conocimiento de Windthorst, Mallinckrodt, Ketteler, O’Connel. Asimismo era experto en leyes, habiendo egresado de la Facultad de Jurisprudencia de Guadalajara con las notas más altas. Fue un verdadero intelectual, en el sentido más noble de la palabra, no por cierto un intelectual de gabinete, pero sí un excelente diagnosticador de la realidad que le fue contemporánea.

Y así, tanto en sus escritos como en sus discursos, nos ha dejado una penetrante exposición de la tormentosa época que le tocó vivir, no sólo en sí misma sino en sus antecedentes y raíces históricas. Entendía, ante todo, a México, y más en general a Iberoamérica, como la heredera de la España imperial. La vocación de España, dice en uno de sus escritos, tuvo un origen glorioso: los ocho siglos de estar, espada en mano, desbaratando las falanges de Mahoma. Continuó con Carlos V, siendo la vanguardia contra Lutero y los príncipes que secundaron a Gustavo Adolfo. En Felipe II encarnó su ideal de justicia. Y luego, en las provincias iberoamericanas, fue una fuerza engendradora de pueblos.

Siempre en continuidad con aquel día en que Pelayo hizo oír el primer grito de Reconquista. «Nuestra vocación, tradicionalmente, históricamente, espiritualmente, religiosamente, políticamente, es la vocación de España, porque de tal manera se anudaron nuestra sangre y nuestro espíritu con la carne, con la sangre, con el espíritu de España, que desde el día en que se fundaron los pueblos hispanoamericanos, desde ese día quedaron para siempre anudados nuestros destinos, con los de España. Y en seguir la ruta abierta de la vocación de España, está el secreto de nuestra fuerza, de nuestras victorias y de nuestra prosperidad como pueblo y como raza».

La fragua que nos forjó es la misma que forjó a España. Nuestra retaguardia es de cerca de trece siglos, larga historia que nos ha marcado hasta los huesos. Recuerda Anacleto el intento de Felipe II de fundir, en un matrimonio desgraciado, los destinos de su Patria con Inglaterra. Tras el fracaso de dicho proyecto armó su flota para abatir a la soberbia Isabel y sus huestes protestantes, enfrentando la ambición de aquella nación pirata, vieja y permanente señora del mar.

Tras el fracaso, «sus capitanes hechos de hierro y sus misioneros amasados en el hervor místico de Teresa y Juan de la Cruz, se acercaron a la arcilla oscura de la virgen América y en un rapto, que duró varios siglos, la alta, la imborrable figura de don Quijote, seco, enjuto, y contraído de ensueño excitante, pero real semejanza del Cristo, como lo ha hecho notar Unamuno, se unió, se fundió, no se superpuso, no se mezcló, se fundió para siempre en la carne, en la sustancia viva de Cuauhtémoc y de Atahualpa. Y la esterilidad del matrimonio de Felipe con la Princesa de Inglaterra se tornó en las nupcias con el alma genuinamente americana, en la portentosa fecundidad que hoy hace que España escoltada por las banderas que se empinan sobre los Andes, del Bravo hacia el Sur, vuelva a afirmar su vocación».

Junto con España accede a nuestra tierra la Iglesia Católica, quien bendijo las piedras con que España cimentó nuestra nacionalidad. Ella encendió en el alma oscura del indio la antorcha del Evangelio. Ella puso en los labios de los conquistadores las fórmulas de una nueva civilización. Ella se encontró presente en las escuelas, los colegios, las universidades, para pronunciar su palabra desde lo alto de la cátedra. Ella estuvo presente en todos los momentos de nuestra vida: nacimiento, estudio, juventud, amor, matrimonio, vejez, cementerio.

Concretado el glorioso proyecto de la hispanidad, aflora en el horizonte el fantasma del anticatolicismo y la antihispanidad. Es el gran movimiento subversivo de la modernidad, encarnado en tres enemigos: la Revolución, el Protestantismo y la Masonería. El primer contrincante es la Revolución, que en el México moderno encontró una concreción aterradora en la Constitución de 1917, nefasto intento por desalojar a la Iglesia de sus gloriosas y seculares conquistas. Frente a aquellas nupcias entre España y nuestra tierra virgen, la Revolución quiso celebrar nuevas nupcias, claro que en la noche, en las penumbras misteriosas del error y del mal. Las nuevas y disolventes ideas han ido entrando en el cuerpo de la nación mexicana, como un brebaje maldito, una epidemia que se introdujo hasta en la carne y los huesos de la Patria, llegando a suscitar generaciones de ciegos, paralíticos y mudos de espíritu.

En México han jurado derribar la mansión trabajosamente construida. Anacleto lo expresa de manera luminosa: «El revolucionario no tiene casa, ni de piedra ni de espíritu. Su casa es una quimera que tendrá que ser hecha con el derrumbe de todo lo existente. Por eso ha jurado demoler nuestra casa», esa casa donde por espacio de tres siglos, misioneros, conquistadores y maestros sudaron y se desangraron para edificar cimientos y techos. Y luego esbozaron el plan de otra casa, la del porvenir. Hasta ahora no han logrado demoler del todo la casa que hemos levantado en estos tres siglos. Si no lo han podido es porque todavía hay fuerzas que resisten, porque Ripalda, el viejo y deshilachado Ripalda, como el Atlas de la mitología, mantiene las columnas de la autoridad, la propiedad, la familia. Sin embargo persisten en invadirlo todo, nuestros templos, hogares, escuelas, talleres, conciencias, lenguaje, con sus banderas políticas. Incluso han intentado crear una Iglesia cismática, encabezada por el «Patriarca» Pérez, para mostrar que nuestra ruptura con la hispanidad resulta inescindible de nuestra ruptura con la Iglesia de Roma. Son invasores, son intrusos.

El trabajo de demolición no ha sido, por cierto, infructuoso. «Si hemos llegado a ser un pueblo tuberculoso, lleno de úlceras y en bancarrota, ha sido, es solamente, porque una vieja conjuración legal y práctica desde hace mucho tiempo mutiló el sentido de lo divino». México ha sido saqueada por la Revolución, por los Juárez, por los Carranza...

Junto con la Revolución destructora, Anacleto denuncia el ariete del Protestantismo, que llega a México principalmente a través del influjo de los Estados Unidos. González Flores trae a colación aquello que dijo Roosevelt cuando le preguntaron si se efectuaría pronto la absorción de los pueblos hispanoamericanos por parte de los Estados Unidos: «La creo larga [la absorción] y muy difícil mientras estos países sean católicos». El viejo choque entre Felipe II e Isabel de Inglaterra se renueva ahora entre el México tradicional y las fuerzas del protestantismo que intenta penetrar por doquier, llegando al corazón de las multitudes, sobre todo para apoderarse de la juventud.

El tercer enemigo es la Masonería, que levanta el estandarte de la rebelión contra Dios y contra su Iglesia. Anacleto la ve expresada principalmente en el ideario de la Revolución francesa, madre de la democracia liberal, que en buena parte llegó a México también por intercesión de los Estados Unidos. En 1793, escribe, alguien dijo enfáticamente: «La República no necesita de sabios». Y así la democracia moderna, salida de las calles ensangrentadas de París, se echó a andar sin sabios, en desastrosa improvisación. Su gran mentira: el sufragio universal. Cualquier hombre sacado de la masa informe es entendido como capaz de tomar en sus manos la dirección suprema del país, pudiendo ser ministro, diputado o presidente. Nuestra democracia ha sido un interminable via crucis, cuya peor parte le ha tocado al llamado pueblo soberano: primero se lo proclamó rey, luego se lo coronó de espinas, se le puso un cetro de caña en sus manos, se lo vistió con harapos y, ya desnudo, se lo cubrió de salivazos.

La democracia moderna se basa en un eslogan mentiroso, el de la igualdad absoluta. «Se echaron en brazos del número, de sus resultados rigurosamente matemáticos, y esperaron tranquilamente la reaparición de la edad de oro. Su democracia resultó una máquina de contar». Consideran a la humanidad como una inmensa masa de guarismos donde cada hombre vale no por lo que es, sino por constituir una unidad, por ser uno. Todo hombre es igual a uno, el sabio y el ignorante, el honesto y el ladrón, nadie vale un adarme más que otro, con iguales derechos, con iguales prerrogativas. «Y si esa democracia no necesita de sabios, ni de poetas, tampoco necesita de héroes, ni de santos». ¿Para qué esforzarnos, para qué sacrificarnos por mejorar, si en el pantano, debajo del pantano, la vida es una máquina de contar y cada hombre vale tanto como los demás?

Se ha producido así un derrumbe generalizado, un descenso arrasador y vertiginoso, todos hemos descendido, todo ha descendido. «Nos arrastramos bajo el fardo de nuestra inmensa, de nuestra aterradora miseria, de nuestro abrumador empobrecimiento». Democracia maligna ésta, porque ha roto su cordón umbilical con la tradición, con el pasado fecundante. «El error de los vivos no ha consistido en intentar la fundación de una democracia, ha consistido y consiste sobre todo, en querer fundar una democracia en que no puedan votar los muertos y que solamente voten los vivos y se vote por los vivos».

Resulta interesante advertir cómo González Flores supo ver, ya en su tiempo, el carácter destructivo e invasor del espíritu norteamericano, incurablemente protestante y democráticoliberal. Concidía con Anacleto el vicepresidente de la Liga, Miguel Palomar y Vizcarra, en un Memorandum relativo a la influencia de los Estados Unidos sobre México en materia religiosa. Allí se lee: «El imperialismo yanqui es para nosotros, y para todos los mexicanos que anhelan la salvación de la patria, algo que es en sí mismo malo, y como malo debe combatirse enérgicamente». Bien ha hecho Enrique Díaz Araujo en destacar la perspicacia de los dirigentes católicos que no se dejaron engañar por la apariencia bolchevique de los gobiernos revolucionarios de México –recuérdese que la Constitución se dictó precisamente el año en que estalló la revolución soviética–, sino que los consideraron simples «sirvientes de los Estados Unidos». No era sencillo descubrir detrás del parloteo obrerista, indigenista y agrarista, la usina real que alimentaba la campaña antirreligiosa.

Carlos Pereyra lo sintetizó así: «Aquel gobierno de enriquecidos epicúreos empezó a cultivar simultáneamente dos amores: el de Moscú y el de Washington... La colonia era de dos metrópolis. O, más bien, había una sucursal y un protectorado. Despersonalización por partida doble, pero útil, porque imitando al ruso en la política antirreligiosa, se complacía al anglosajón».

La política estadounidense se continuaría por décadas, como justamente lo ha observado José Vasconcelos: «Las Cancillerías del Norte, ven esta situación [la de México] con la misma simpatía profunda con que Roosevelt y su camarilla se convirtieron en protectores de la Rusia soviética durante la Segunda Guerra Mundial. El regocijo secreto con que contemplaron el martirio de los católicos en México, bajo la administración callista, no fue sino el antecedente de la silenciosa complicidad de los jefes del radicalismo de Washington con los verdugos de los católicos polacos, los católicos húngaros, las víctimas todas del sovietismo ruso».

Tales fueron, según la visión de Anacleto, los tres grandes propulsores de la política anticristiana y antimexicana: la revolución, el protestantismo y la masonería.

«La revolución –escribe–, que es una aliada fiel tanto del protestantismo como de la Masonería, sigue en marcha tenaz hacia la demolición del Catolicismo y bate el pensamiento de los católicos en la prensa, en la escuela, en la calle, en las plazas, en los parlamentos, en las leyes: en todas partes. Nos hallamos en presencia de una triple e inmensa conjuración contra los principios sagrados de la Iglesia».

De lo que en el fondo se trataba era de un atentado, inteligente y satánico, contra la vertebración hispánico católica de la Patria.


III. El Caudillo

Pero Anacleto no fue un mero diagnosticador de la situación, un sagaz observador de lo que iba sucediendo. Fue también un conductor, un formador de espíritus, un apóstol de largas miras.

1. México católico, despierta de tu letargo

En sus artículos y conferencias nuestro héroe vuelve una y otra vez sobre la necesidad de ser realistas y de enfrentar lúcidamente la situación por la que atravesaba su Patria. Se nos ha caído la finca, dice, hemos visto el derrumbe estrepitoso del edificio de la sociedad, y caminamos entre escombros. Pero al mismo tiempo señala su preocupación porque muchos católicos desconocen la gravedad del momento y sobre todo las causas del desastre, ignoran cómo los tres grandes enemigos a que ha aludido, el Protestantismo, la Masonería y la Revolución, trabajan de manera incansable y con un programa de acción alarmante y bien organizado.

Estos tres enemigos están venciendo al Catolicismo en todos los frentes, a todas horas y en todas las formas posibles. Combaten en las calles, en las plazas, en la prensa, en los talleres, en las fábricas, en los hogares. Trátase de una batalla generalizada, tienen desenvainada su espada y desplegados sus batallones en todas partes. Esto es un hecho. Cristo no reina en la vía pública, en las escuelas, en el parlamento, en los libros, en las universidades, en la vida pública y social de la Patria. Quien reina allí es el demonio. En todos aquellos ambientes se respira el hálito de Satanás.

Y nosotros, ¿qué hacemos? Nos hemos contentado con rezar, ir a la iglesia, practicar algunos actos de piedad, como si ello bastase «para contrarrestar toda la inmensa conjuración de los enemigos de Dios». Les hemos dejado a ellos todo lo demás, la calle, la prensa, la cátedra en los diversos niveles de la enseñanza. En ninguno de esos lugares han encontrado una oposición seria. Y si algunas veces hemos actuado, lo hemos hecho tan pobremente, tan raquíticamente, que puede decirse que no hemos combatido. Hemos cantado en las iglesias pero no le hemos cantado a Dios en la escuela, en la plaza, en el parlamento, arrinconando a Cristo por miedo al ambiente.

Urge salir de las sacristías, entendiendo que el combate se entabla en todos los campos, «sobre todo allí donde se libran las ardientes batallas contra el mal; procuremos hallarnos en todas partes con el casco de los cruzados y combatamos sin tregua con las banderas desplegadas a todos los vientos». Reducir el Catolicismo a plegaria secreta, a queja medrosa, a temblor y espanto ante los poderes públicos «cuando éstos matan el alma nacional y atasajan en plena vía la Patria, no es solamente cobardía y desorientación disculpable, es un crimen histórico religioso, público y social, que merece todas las execraciones».

Tal es la gran denuncia de González Flores hacia dentro de la Iglesia, el inmenso lastre de pusilanimidad y de apocamiento que ha llevado a buena parte del catolicismo mexicano al desinterés y la resignación. Las almas sufren de empequeñecimiento y de anemia espiritual. Nos hemos convertido en mendigos, afirma, renunciando a ser dueños de nuestros destinos. Se nos ha desalojado de todas partes, y todo lo hemos abandonado.

«Ni siquiera nos atrevemos a pedir más de lo que se nos da. Se nos arrojan todos los días las migajas que deja la hartura de los invasores y nos sentimos contentos con ellas». Tal encogimiento está en abierta pugna con el espíritu del cristianismo que desde su aparición es una inmensa y ardiente acometida a lo largo de veinte siglos de historia. «La Iglesia vive y se nutre de osadías. Todos sus planes arrancan de la osadía. Solamente nosotros nos hemos empequeñecido y nos hemos entregado al apocamiento».

Hasta ahora casi todos los católicos no hemos hecho otra cosa que pedirle a Dios que Él haga, que Él obre, que Él realice, que haga algo o todo por la suerte de la Iglesia en nuestra Patria. Y por eso nos hemos limitado a rezar, esperando que Dios obre. Y todo ello bajo la máscara de una presunta «prudencia». Necesitamos la imprudencia de la osadía cristiana.

Justamente en esos momentos el Papa acababa de establecer la fiesta de Cristo Rey. Refiriéndose a ello, Anacleto insiste en su proposición.

«Desde hace tres siglos –explica– los abanderados del laicismo vienen trabajando para suprimir a Cristo de la vida pública y social de las naciones. Y con evidente éxito, a escala mundial, ya que no pocas legislaturas, gobiernos e instituciones han marginado al Señor, desdeñando su soberanía. Lo relevante de la institución de esta fiesta no consiste tanto en que se lo proclame a Cristo como Rey de la vida pública y social. Ello es, por cierto, importante, pero más lo es que los católicos entendamos nuestras responsabilidades consiguientes. Cristo quiere que lo ayudemos con nuestros esfuerzos, nuestras luchas, nuestras batallas. Y ello no se conseguirá si seguimos encastillados en nuestros hogares y en nuestros templos.

«Hasta ahora nuestro catolicismo ha sido un catolicismo de verdaderos paralíticos, y ya desde hace tiempo. Somos herederos de paralíticos, atados a la inercia en todo. Los paralíticos del catolicismo son de dos clases: los que sufren una parálisis total, limitándose a creer las verdades fundamentales sin jamás pensar en llevarlas a la práctica, y los que se han quedado sumergidos en sus devocionarios no haciendo nada para que Cristo vuelva a ser Señor de todo. Y claro está que cuando una doctrina no tiene más que paralíticos se tiene que estancar, se tiene que batir en retirada delante de las recias batallas de la vida pública y social y a la vuelta de poco tiempo tendrá que quedar reducida a la categoría de momia inerme, muda y derrotada. Nuestras convicciones están encarceladas por la parálisis. Será necesario que vuelva a oírse el grito del Evangelio, comienzo de todas las batallas y preanuncio de todas las victorias. Falta pasión, encendimiento de una pasión inmensa que nos incite a reconquistar las franjas de la vida que han quedado separadas de Cristo».

«Judas se ahorcó –dice Anacleto en otro lugar– mas dejó una numerosa descendencia, los herejes, los apóstatas, los perseguidores. Pero también la dejó entre los mismos católicos. Porque se parecen a Judas los que saben que los niños y los jóvenes están siendo apuñalados, descristianizados en los colegios laicistas, y sin embargo, después de haberle dado a Jesús un beso dentro del templo, entregan las manos de sus hijos en las manos del maestro laico, para que Cristo padezca nuevamente los tormentos de sus verdugos. Se parecen a Judas los católicos que no colaboran con las publicaciones católicas, permitiendo que éstas mueran. O los que entregados en brazos de la pereza, dejan hacer a los enemigos de Cristo. También se le parecen los que no hacen sino criticar acerbamente a los que se esfuerzan por trabajar, porque contribuyen a que Cristo quede a merced de los soldados que lo persiguen».

Como se ve, González Flores trazó un perfecto cuadro de la situación anímica de numerosos católicos, enteramente pasivos ante los trágicos acontecimientos que se iban desarrollando en la Patria mexicana. Fustigó también el grave peligro del individualismo.

«Los católicos de México –señala– han vivido aislados, sin solidaridad, sin cohesión firme y estable. Ello alienta al enemigo al punto de que hasta el más infeliz policía se cree autorizado para abofetear a un católico, sabiendo que los demás se encogerán de hombros. Más aún, no son pocos los católicos que se atreven a llamar imprudente al que sabe afirmar sus derechos en presencia de sus perseguidores. Es necesario que esta situación de aislamiento, de alejamiento, de dispersión nacional, termine de una vez por todas, y que a la mayor brevedad se piense ya de una manera seria en que seamos todos los católicos de nuestra Patria no un montón de partículas sin unión, sino un cuerpo inmenso que tenga un solo programa, una sola cabeza, un solo pensamiento, una sola bandera de organización para hacerles frente a los perseguidores».

2. El forjador de caracteres

Hemos dicho que desde niño Anacleto fue apodado «el maestro», por su nativa aptitud didáctica. Este «bautizo», que nació de manera espontánea, se trocó después en cariñoso homenaje y hoy es un título glorioso. Maestro, sobre todo, en cuanto que fue un auténtico formador de almas. Consciente del estancamiento del catolicismo y de la pusilanimidad de la mayoría, o, como él mismo dijo, «del espíritu de cobardía de muchos católicos y del amor ardiente que sienten por sus propias comodidades y por su Catolicismo de reposo, de pereza, de apatía, de inercia y de inacción», se abocó a la formación de católicos militantes, que hiciesen suyo «el ideal de combate», convencidos de que «su misión es batirse hoy, batirse mañana, batirse siempre bajo el estandarte de la verdad».

A su juicio, el espíritu de los católicos, si querían ser de veras militantes, debía forjarse en dos niveles, el de la inteligencia y el de la voluntad. En el nivel de la inteligencia, ante todo, ya que «las batallas que tenemos que reñir son batallas de ideas, batallas de palabras».

«Los medios modernos de comunicación – escribe– aunque sirven generalmente para el mal, podrán ayudarnos, si a ellos recurrimos, para que nuestras ideas se abran paso con mayor celeridad, en orden a ir creando una cultura católica. No podemos seguir luchando a pedradas mientras nuestros enemigos nos combaten con ametralladoras».

En esta obra de propagación de la verdad todos pueden hacer algo: los más rudos e ignorantes, dedicarse a estudiar; los más cultos, enseñar a los demás; los que no son capaces de escribir ni hablar, al menos pueden difundir un buen periódico; los que tienen destreza en hablar y escribir, podrán adoctrinar a los demás. No nos preguntemos ya cuánto hemos llorado, sino qué hemos hecho o qué hacemos para afianzar y robustecer las inteligencias. A unos habrá que pedirles solamente ayuda económica; a otros su pluma y su palabra; a otros que no compren más los periódicos laicistas; a otros que vendan los periódicos católicos.

«Ya llegará el momento en que, después de un trabajo fuerte, profundo de formación de conciencia, todos los espíritus estén prontos a dar más de lo que ahora dan y entonces los menos dispuestos a sacrificarse querrán aumentar su contingente energía. Y de este modo habremos logrado que todos se aproximen al instante en que tengamos suficientes mártires que bañen con su sangre la libertad de las conciencias y de las almas en nuestro país».

Anacleto no se quedó en buenas intenciones. Se propuso constituir un grupo de personas deseosas de formarse, no limitado, por cierto, a los de inteligencia privilegiada sino abierto a todos cuantos deseasen adquirir una cultura lo más completa posible. Para él dicha labor era superior a todas las demás. La influencia de ese grupo resultaría incontrastable, «porque se hallaría en posesión de los poderes más formidables, cuales son la idea y la palabra».

Para este propósito, Anacleto se dirigió principalmente a la juventud, a la que por once años consagró lo mejor de sus energías. La amplia y arbolada plaza contigua al Santuario de Guadalupe, en Guadalajara, fue su primer local, el lugar predilecto de sus tertulias. Su verbo era fascinante. Nos cuenta el Padre H. Navarrete que siendo él estudiante secundario, se encontró un día con Anacleto, a la sazón profesor de Historia Patria, reunido con un grupo en la plaza del Carmen.

«Sois estudiantes –les dijo–. Tras de largas peregrinaciones por aulas e Institutos, llegaréis a conquistar vuestra inmediata ambición: un título profesional. Y bien, ¿qué habréis obtenido? Una posición; es decir, pan, casa, vestido. ¿Es esto todo para el hombre? Me diréis que de paso llenáis una misión nobilísima cultivando la ciencia. ¿Puede ser esa la misión de un ser como el hombre?

«No es la principal labor del hombre el cultivo del cuerpo, ni el de la inteligencia. Ha de ser el cultivo de las facultades más altas del espíritu. La de amar; pero amar lo inmortal, lo único digno de ser amado sin medida: amar a Dios. ¿Serán por ventura ustedes de los que se creen que se llena esa infinita ambición con esas prácticas ordinarias del cristiano apergaminado que asiste a misa los domingos? No. Eso no es ser cristiano. Eso es irse paganizando; es un abandonar plácidamente la vida cristiana, pasando a la vera del sagrado con antifaz carnavalesco, sonriendo al mundo y al vicio, mientras en la penumbra vaga del rincón de una iglesia, precipitadamente, en breves minutos con dolor robados a la semana, se santigua la pintada faz del comediante...

«Amar a Dios, para un joven, debe significar entusiasmos sin medida, ardores apasionados de santo, sueños de heroísmo y arrojos de leyenda. La vida es una milicia». Dice Navarrete que ésas y otras ideas fueron brotando en medio de un diálogo vivaz, apasionante. «A mí no me cabía duda. Aquel hombre alcanzaba los perfiles de los grandes líderes. La claridad brillante de sus ideas unida a la férrea voluntad de un ardoroso corazón, lo delineaban como un egregio conductor de masas. Había ahí madera para un santo, alma para un mártir».

Anacleto atrajo en torno a sí a lo mejor de la juventud de Guadalajara. A pocas manzanas del Santuario de Guadalupe de dicha ciudad, a que acabamos de referirnos, una señora ofreció hospedaje y alimentación tanto a él como a varios compañeros que estudiaban en la Universidad. Allí convocaron a numerosos jóvenes para cursos de formación. En cierta ocasión estaban estudiando los avatares de la Revolución francesa, sus víctimas, sus verdugos, la Gironda, el Jacobinismo, etc., y como la que cuidaba la casa se llamaba Gerónima, y los vecinos la llamaban doña «Gero» o «Giro», le pusieron a la sede el nombre de «La Gironda» y a sus ocupantes «los Girondinos». Dicha casa tenía sólo tres habitaciones. Pero allí se fueron arrimando un buen grupo de jóvenes, unos cincuenta muchachos, atraídos por Cleto y sus compañeros de vida juglaresca.

Lejos de todo estiramiento «doctoral», la alegría juvenil del «Maistro» se volvía contagiosa, mientras trataba temas de cultura, de formación espiritual, de historia patria, trascendiendo a toda la ciudad, pero más directamente a la barriada del Santuario, donde estaba la Gironda. Refiriéndose a aquellos convivios dice Gómez Robledo que «las ideas fulguraban en la conversación vivaz y el goce intelectual tenía rango supremo».

Anacleto estaba convencido de la importancia de su labor intelectual en una época de tanta confusión doctrinal. Era preciso formar lo que él llamaba «la aristocracia del talento». Para ello nada mejor que poner a aquellos jóvenes en contacto con los pensadores de relieve, los grandes literatos, los historiadores veraces.

Era ésta su obra predilecta, su centro de operaciones y el albergue de sus amistades más entrañables y de sus colaboradores más decididos. A esos muchachos los consideraba como una ampliación de su familia. En el oratorio de aquella casa contrajo matrimonio, y su primer hijo pasó a ser un puntual concurrente a las reuniones dominicales.

«Anacleto era el maestro por antonomasia entre nosotros –testimonia Navarrete–. Estaba siempre a punto para dar un consejo, esclarecer una idea o forjar un plan, ya de estudio, ya de acción. El espíritu infundido por él hizo de nuestro grupo local una verdadera fragua de luchadores cristianos... Nos enseñó a orar, a estudiar, a luchar en la vida práctica y también a divertirnos. Porque él sabía hacer todo eso. Lo mismo se le encontraba jugando una partida de billar, que de damas, tañendo la guitarra o sosteniendo animados corrillos, con su inacabable repertorio de anécdotas. Así fuimos aprendiendo poco a poco que la vida del hombre sobre la tierra es una lucha, que es guerra encarnizada y que los que mejor la viven son los más aguerridos, los que se vencen a sí mismos y luego se lanzan contra el ejército del mal para vencer cuando mueren, y dejan a sus hijos la herencia inestimable de un ejemplo heroico».

Cuentan los que lo trataron que tenía un modo muy suyo de enseñar la verdad y corregir el error. Jamás contradecía una opinión sin ser requerido, pero entonces era contundente. Para corregir los vicios de conducta, nunca llamaba la atención del culpable en forma directa; cuando creía llegada la oportunidad, se refería a un personaje imaginario, de ficción, afeado por los defectos que trataba de enmendar, presentándolo como insensato, como víctima de sus propios actos. Nunca le falló este método de corrección. En cuanto a su modo de ser y de tratar, nos formaríamos de él una representación incompleta si creyéramos que nunca abandonó la rigidez del gesto épico. Según nos lo acaba de describir Navarrete, era una persona de temperamento ocurrente, afectuoso y jovial. Su casa de la Gironda se hizo legendaria como centro de sana y bulliciosa alegría, de vida cristiana y bohemia a la vez.

Creó Anacleto varios círculos de estudio: el grupo «León XIII», de sociología; el «Agustín de la Rosa», de apologética; el «Aguilar y Marocho», de periodismo; el «Mallinckrodt», de educación; el «Balmes», de literatura; el «Donoso Cortés», de filosofía... Por eso, cuando se fundó en México la ACJM, el material ya estaba dispuesto en Guadalajara. Bastó reunir en una sola organización los distintos círculos existentes, unos ocho o diez, perfectamente organizados. Especial valor le atribuía al círculo de Oratoria y Periodismo, ya que, a su juicio, el puro acopio de conocimientos, si no iba unido a la capacidad de difundirlos de manera adecuada, se clausuraba en sí mismo y perdía eficacia social. De la Gironda salieron numerosos difusores de la palabra, oral o escrita.

Destaquemos la importancia que Anacleto le dio al aspecto estético en la formación de los jóvenes. No en vano la belleza es el esplendor de la verdad. «El bello arte –dejó escrito– es un poder añadido a otro poder, es una fuerza añadida a otra fuerza, es el poder y la fuerza de la verdad unidos al poder y la fuerza de la belleza; es, por último, la verdad cristalizada en el prisma polícromo y encantador de la belleza». Y así exhortaba a los suyos que pusiesen al servicio de Dios y de la Patria no sólo el talento sino también la belleza para edificar la civilización cristiana. Sólo de ese modo la verdad se volvería irradiación de energía.

Antes de seguir adelante, quisiéramos dedicar algunas palabras a uno de los compañeros de Anacleto, quizás el más entrañable de todos, Miguel Gómez Loza. Nació en Paredones (El Refugio), un pueblo de los Altos de Jalisco, en 1888, de una familia campesina. A los 20 años, se trasladó a Guadalajara donde estudió Leyes. Allí conoció a Anacleto, convirtiéndose en su lugarteniente y camarada inseparable. Era un joven rubio, de ojos azules, que irradiaba generosidad, de no muy vasta cultura pero de enorme arrojo y contagiosa simpatía. Se lo apodó «el Chinaco». Los mexicanos llaman «chinacos» a los del tiempo de la Guerra de la Reforma, hombres engañados, por cierto, pero llenos de decisión y coraje. A Miguel se lo quiso calificar por esto último, es decir, por su entereza y energía, si bien las empleó con signo contrario al de aquéllos.

Una anécdota de su vida nos lo pinta de cuerpo entero. El 1º de mayo de 1921, con la anuencia de las autoridades civiles, los comunistas vernáculos se atrevieron a izar en la misma catedral de Guadalajara el pabellón rojinegro. A doscientos metros de dicho templo, frente a los jardines que se encuentran en su parte posterior, estaba una de las sedes de la ACJM, donde en esos momentos se encontraban unos cuarenta muchachos. Conocedores del hecho, varios de ellos pensaron que era preciso hacer algo y por fin resolvieron dirigirse a la Catedral para reparar el ultraje. Pero al llegar vieron una multitud, y en medio de ella al Chinaco, con la cara ensangrentada. Es que mientras los demás discurrían sobre lo que convenía hacer, él ya se había adelantado, y subiendo hasta el campanario, había roto el trapo y lo había lanzado al aire, con ademán de triunfo. Acciones como ésta, de un valor temerario, cuando estaba en juego la gloria de Dios o el honor de la Patria, le valieron 59 ingresos en las cárceles del gobierno perseguidor. A lo largo de su corta existencia, vivió el peligro en una sucesión constante de hechos atrevidos, deseados y buscados a propósito. Los jóvenes lo admiraban. Era, así lo decían, «el azote de los profanadores del templo, refractario a las claudicaciones, el hombre masculino por excelencia».

La persistencia en la persecución religiosa lo impulsó a unirse con los heroicos cristeros que estaban en los campos de batalla, donde en razón de sus múltiples cualidades fue elegido Gobernador Civil de la zona liberada de Jalisco. Cuenta Navarrete que en cierta ocasión lo vio rodeado de unos 300 soldados con sus jefes, todos de rodillas, desgranando el rosario. A su término, Gómez Loza rezó esta oración cristera: «¡Jesús Misericordioso! Mis pecados son más que las gotas de sangre que derramaste por mí. No merezco pertenecer al ejército que defiende los derechos de tu Iglesia y que lucha por Ti... Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primer cántico en el cielo, sea: ¡Viva Cristo Rey!»

El 21 de marzo de 1928 se dirigía con su asistente hacia el pueblo de Guadalupe, sede nominal del Gobierno Provincial, cuando fue sorprendido por sus enemigos en un lugar llamado «El Lindero». Lo ataron a un caballo, y lo arrastraron largo trecho. Luego uno de los soldados lo remató con su pistola.

Hace pocos años, tuve el gusto de conocer en Guadalajara a dos de sus hijas, ya ancianas. Una de ellas me contó que cuando su padre se fue al monte, ella era pequeña. Cierto día, en la misma casa donde estaba conversando conmigo, un vecino tocó el timbre y le dijo que en la avenida contigua se encontraba tirado el cadáver de un hombre que parecía ser su padre. Ella fue. Efectivamente: era él.

No me pareció posible evocar la figura de González Flores sin recordar la de Gómez Loza. Juntos se formaron, juntos lucharon, juntos sufrieron la persecución. Anacleto era el fuego que todo lo abrasaba, Miguel el difusor eficaz de las ideas del amigo; si aquél era la luz, él fue la antorcha que la refleja; si Anacleto era la voz, él fue su eco; si Anacleto era la idea que gobierna, él fue la acción que ejecuta. El Maistro y el Chinaco. El verbo de Anacleto y la acción de Miguel. Ambos tenían devoción por la Guadalupana y comulgaban diariamente en su Santuario de Guadalajara. La amistad espiritual que los unía se vio así sellada por la piedad eucarística y mariana. Los dos fueron condecorados por el papa Pío XI el mismo día, a iniciativa del gran obispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez, con la cruz «Pro Ecclesia et Pontifice», en premio a su acción común en defensa del catolicismo. Junto al obispo recién nombrado, forman un soberbia trilogía. Anacleto y Miguel sufrirían ambos el martirio, y hoy sus restos se encuentran, también juntos, en el Santuario de Guadalupe, tan frecuentado por ellos. Ante la losa que los custodia tuve el privilegio de orar con vergüenza y emoción durante largo rato.

Volvamos a nuestro Anacleto. Hemos dicho que no sólo se dedicó a formar las inteligencias, aquella «aristocracia del talento», de que le agradaba hablar, sino también a robustecer las voluntades de los que lo seguían. «No soy más que un herrero forjador de voluntades», le gustaba repetir. Este hombre que al decir de Gómez Robledo era «una afirmación hirviente, tumultuosa, de sangre y hoguera», recomendaba siempre de nuevo: «Hay que criar coraza». No se engañaba, la Patria necesitaba caracteres recios. Por eso se dedicó a avivar los rescoldos del heroísmo: «Patria Mexicana, no todos tus hijos se han afeminado, no todos se han hundido en el cieno; todavía hay hombres, todavía hay héroes».

Pero don Cleto no se engañaba. Nadie puede llegar a ser un hombre de imperio, si primero no se ha dominado a sí mismo. Por eso les pedía a los suyos que se volviesen «abanderados de su propia personalidad y caudillos de su mismo ser».

«Porque dentro de cada uno de ustedes –les decía– hay un forjador en ciernes». Para forjarse a sí mismo no basta la cabeza bien formada, la inteligencia bien empleada. No bastan los filósofos y los maestros, por buenos que sean. La pura formación intelectual no alcanza. Era preciso agregar «el encarnizamiento de las propias manos, de las propias herramientas, del propio corazón..., en caso contrario, todo quedará comenzado».

Si se quiere hacer realidad la elevada y recia escultura viviente que Dios soñó para cada uno de nosotros, habrá que despertar al Fidias que duerme en nuestro interior. Si, por el contrario, se prefiere seguir siendo un mero boceto informe, un trazo borroso sin consistencia, una personalidad enclenque, habrá que cruzarse de brazos, permanecer en espera del forjador que nunca llegará, «del obrero que debe salir de nosotros mismos y que nunca saldrá porque no hemos querido ni sospechar siquiera nuestra personalidad».

Anacleto quería que los suyos tuviesen temple de héroes, que no cediesen jamás a «transacciones» y «componendas», ya que tarde o temprano éstas lo llevarían a la más ignominiosa de las capitulaciones. Para ello, decía, nada mejor que frecuentar a personalidades vigorosas, al tiempo que no dejarse intimidar por falsas prudencias.

Cuando habla de esto, su verbo se enardece: «¡Habéis invertido el mandamiento supremo, porque para vosotros, hay que amar a Dios bajo todas las cosas! Por evitar mayores males os despedazarán, y cada trocito de vuestro cuerpo gritará todavía dando tumbos: ¡prudencia, prudencia! No temáis a los que matan el cuerpo, sino el alma. Una sola noche de insomnio en un calabozo vale mucho más que años de fáciles virtudes».

Para formarse en la escuela del heroísmo recomendaba Anacleto escoger cuidadosamente a los amigos, descartando los de espíritu cobarde o los que de una u otra forma habían claudicado. El contagio de los amigos, sea para el mal o para el bien, resulta determinante.

«El día en que se logre encontrar un alto y firme valor de rectitud, de ideal y de carácter, habrá que sellar con él un pacto de alianza permanente y unir lo más estrechamente posible nuestra suerte, nuestro pensamiento y nuestra voluntad con ese nuevo complemento de nuestra personalidad, porque será para nosotros un manantial fecundo de aliento y vitalidad».

En medio de la borrasca política y religiosa, Anacleto soñaba con «alzar un muro de conciencias fuertes, de voluntades recias, de caracteres que sepan derrotar a la violencia bruta, no con el filo de la espada, sino con el peso irresistible y avasallador de una conciencia que rehúye las capitulaciones y espera a pie firme todas las pruebas».

Y a la verdad que dio ejemplo de ello, convencido de que el carácter es la base primordial de la personalidad. Como dice un compañero suyo, se había forjado una voluntad tenaz e inconmovible, exenta de volubilidad y extraña al desaliento, superior e indiferente a los obstáculos y a la magnitud de los sacrificios requeridos. La cultivó directa y deliberadamente, imponiéndose una disciplina rigurosa en lo cotidiano y pequeño para contar consigo mismo en los grandes esfuerzos y en las contingencias imprevistas. Elaborado un propósito, no descansaba hasta verlo realizado. La continuidad fue la característica de su acción en todos los órdenes. Fecundo en iniciativas, no abandonaba jamás la tarea comenzada, sino que la proseguía hasta el fin.

Otro de sus amigos nos dice: «No recordamos en el Maistro el menor desfallecimiento ni la menor desviación. Era una consumada realización de sus ideas y proyectos. En esta alianza indisoluble de la fe y la vida, de la doctrina que pregonaba y la conducta que seguía, reside la principal razón de su influencia sobre los demás. Personalidad rotunda, elevada, avasalladora». Él mismo decía, citando a Goethe, «que la capacidad del conductor depende de su personalidad. Si posee una personalidad hecha, martillada sobre yunques sólidos, si tiene una musculatura interior que no se cansa ni se abate, no le es necesario ni hablar, ni escribir, ni obrar; basta que se sienta la presencia de su personalidad, para que arrastre a los que lo rodean con la fuerza irresistible de la fascinación».

«Miles de alumnos lo seguíamos para escucharlo –confirma uno de sus admiradores– porque hablaba con autoridad, y sus palabras fluían como un torrente, proclamando el derecho y la verdad. Jamás retrocedió ante las hogueras, ante las cruces, ante todo el aparato de ferocidad con que en esos tiempos se nos amenazaba, ni lo tentó la codicia cuando con dineros y halagos intentaron seducirlo».

Ni el calabozo, que conoció repetidas veces, logró doblegarlo. A una señora que le expresaba su aflicción porque en cierta ocasión había sido detenido y llevado a la cárcel, Anacleto le decía:

«Somos varios los jóvenes que estamos presos, pero vivimos muy contentos en la cárcel. Tenemos ya establecido un catecismo para los demás prisioneros; rezamos todas las noches el rosario en común, y en el día... ya usted lo sabe, trabajamos, acarreamos la leña para la cocina, llevamos la basura... Total, unas vacaciones pasadas por el amor de Dios. Pero no hay que dudar, este es el camino por donde los pueblos hacen las grandes conquistas».

No en vano había escrito: «En las páginas de historia del Cristianismo siempre se va a la cárcel un día antes de la victoria». Cumplía a la letra aquello que atribuía a los grandes conductores: acometividad para abrirse paso y llegar; persistencia en quedarse, a pesar de todas las vicisitudes; y fuerte e incansable inquietud por dejar una sucesión. En este trabajo de formación de dirigentes veía la necesidad de proponer paradigmas, espejos donde mirarse. Por ejemplo el gran obispo Manríquez y Zárate, de quien decía:

«Tiene en medio de nosotros un alto y fuerte significado. Es él, en la medida en que lo puede ser un hombre, la expresión más alta de la soberanía de la verdad y la recia arquitectura del orden moral forjado en las fraguas únicas de la doctrina católica... El hombre moral ha aparecido con toda la fisonomía radiante y el gesto contagioso, invenciblemente contagioso, del Maestro».

Según lo señalaba más arriba uno de sus discípulos, a Anacleto nunca le faltaron ocasiones, en el México oficial corrompido de aquel tiempo, de lograr una posición económica más que regular. Estimó como grave injuria la proposición que le hicieron algunos agentes de las logias, para que ingresase en la Masonería, que deseaba contar entre los hermanos a un dirigente de sus talentos y arrastre. Los opositores de Anacleto tenían también amigos en el alto Clero. Abogados influyentes iban por la mañana al Obispado y por la tarde visitaban al Gobernador, proponiendo un cambio de táctica: en vez del enfrentamiento, la componenda. No lo conocían a este hombre, que estaba a mil leguas de todas las transacciones y los enjuagues, por disimulados que fuesen, el mismo que decía:

«El gesto del mártir ha sido en todos los tiempos el único que ha sabido, que ha podido triunfar de todos los tiranos, llámense emperadores, reyes, gobernantes o presidentes».

Así fue Anacleto, el gran caudillo del catolicismo mexicano. Sus actividades pronto se tradujeron en una intensificación de la presencia de los católicos, principalmente en el Estado de Jalisco. Se abandonaba ya, en todos los ambientes, la apatía y dejadez que durante tanto tiempo habían reinado. Era evidente que se estaban gestando los hombres del futuro político, cultural y religioso de México.

3. Hacia un catolicismo pletórico de juventud

Con cierta preferencia, como dijimos, Anacleto se dirigía sobre todo a la juventud. Justamente porque pensaba que en su México tan amado estaba declinando la esperanza, y por consiguiente la juventud languidecía. Los horizontes eran cada vez más pequeños, la mediocridad se encontraba a la orden del día; lo único que interesaba era lo microscópico, mientras las alturas parecían causar vértigo. Muchos jóvenes, replegados sobre sí mismos, sufrían el impacto de este ambiente, limitando sus anhelos a la satisfacción de las pasiones y a los deleites materiales.

González Flores quiso arrancar a la juventud de su letargo, de manera semejante a lo que en su tiempo intentó Sócrates, hermano suyo en el espíritu.

«Su instinto de moldeador de porvenir –escribe Anacleto hablando del pensador griego– le había hecho prendarse por encima de todas las bellezas de Grecia, de la juventud. Vivía embriagado con el aliento virgen, fresco como de odre perfumado. Con las manos hundidas en el barro humedecido de las almas, y los ojos en espera hacia la dinastía remota del nuevo día. Así lo sorprendió la muerte. Murió embriagado de juventud y rodeado de juventud. Un pensador que lo quiso arriesgar y perder todo por la juventud».

Señala Gómez Robledo que nadie adivinó mejor que Anacleto la causa de esa actitud, la razón de ese enamoramiento. Lo adivinó porque él mismo llevaba en sí dichas razones. Fue una intuición soberana la que le hizo entrever que el amor a la juventud no es sino el amor a la vida en su instante más bello: cuando es peligrosa y se juega por un ideal.

En vez de un catolicismo integrado por hombres decrépitos de espíritu, González Flores soñaba con un catolicismo militante, juvenil, dispuesto a vivir peligrosamente.

«Hemos perdido el sentido más profundo, más característico de la juventud: la pasión del riesgo, la pasión del peligro. Medimos todos nuestros pasos, contamos todas nuestras palabras, recomponemos nuestros gestos y nuestras actividades de manera de no padecer ni la más ligera lastimadura y de quedar en postura bellamente estudiada, no para morir, como los gladiadores romanos, sino para una sola cosa: para vivir, para vivir a todo trance». «Y así –agrega– son muchos los que no se atreven a mover ni un dedo, por temor a despertar las iras del enemigo. Se ha formado una generación de viejos, que sólo saben calcular, contar, comprar y vender, con la fiebre característica de la vejez, que es la avaricia».

Todos recomiendan «prudencia», y para ellos prudencia significa pensarlo todo, medirlo todo, calcularlo todo para salvar la tranquilidad y esquivar hábilmente todos los riesgos. Recomiendan quietud y medida en los movimientos, al tiempo que condenan a los «exagerados», como llaman a los que se juegan por la verdad.

«Y esta es nuestra suprema enfermedad. Todas las demás parten de ella... Hemos logrado conservar nuestra vida; todavía la tenemos, todavía nos pertenecerá, pero enmohecida, como espada que nunca ha salido de la vaina, como árbol que no ha tenido ni agua ni sol. Se nos ofreció la vida en cambio de nuestro sosiego y de nuestro silencio y de nuestra quietud, y sólo se nos ha podido dar vejez arrugada y marchita».

Será preciso que la vida de los católicos se rejuvenezca, sabiendo que el precio de la victoria ha sido siempre el sacrificio y la lucha. Mientras los católicos no nos decidamos a combatir, la victoria no vendrá. Nosotros hemos querido obtener la victoria al precio de nuestra cobardía y de nuestra inercia. Pero ello no ha sucedido. Tenemos que comprarla. Y su precio es el dolor, o al menos la fatiga y el esfuerzo. Habrá que elevar el corazón, al conjuro de una sola fórmula: vivir por encima de uno mismo. Esta fórmula «dicha hoy, mañana, todos los días al sentir el roce cálido de las alas nuevas de la juventud la echará toda entera con todos sus bagajes de roja y ardiente generosidad hacia todas las vanguardias».

Recuerda González Flores cómo cuando Platón quiso cuajar en el Fedón el recuerdo de su maestro, puso en los labios del mártir estas palabras: «El riesgo es bello y debemos embriagarnos con él».

Lo que así comenta Anacleto: «El riesgo fue la más ferviente pasión de Sócrates; había apurado en cada paso el cáliz del riesgo, y tuvo razón para prendarse de la juventud, porque ante ella se encontró cara a cara con la belleza insuperable del riesgo, al paso de las almas ávidas de altura». De esta manera vivió Sócrates, embriagado de riesgo, apurando el cáliz del riesgo a cada paso, y entregando su cabeza al golpe último en plena embriaguez de riesgo: el riesgo supremo de perder la vida. Tal fue el maestro más elevado que tuvo la juventud de Atenas.

Comentando las palabras de Anacleto afirma Gómez Robledo que ellas son definitorias para la interpretación estética de su magisterio. Amó a la juventud con el mismo arrebato psíquico con que el artista intuye su creación. Y es propio de los grandes artistas unir la intuición a la aventura, jugarse la existencia por la belleza.

«Vincular, como en Sócrates y González Flores, el artista, el maestro y el mártir, es lección eterna de fortaleza. Sus muertes no fueron sino las nupcias sangrientas del artista con la belleza del riesgo».

Insiste Anacleto en que el cristianismo está inescindiblemente unido con la juventud de espíritu. Si Tertuliano dijo que el alma humana es naturalmente cristiana, se puede decir igualmente que la juventud, por lo que tiene de permanente osadía, es naturalmente cristiana. Más aún, «la juventud se completa, se robustece y se asegura contra su debilitamiento o su extinción, poniéndose bajo el aliento perpetuamente juvenil de Cristo». Porque el cristianismo es la doctrina del riesgo, o mejor, la que nos permite cruzar victoriosamente a través de todos los riesgos.

«Incorporada la juventud de cada hombre en la juventud eterna de Cristo, se sumará una osadía a otra osadía; y sumadas esas dos grandes audacias, se formará el nudo que abarcará todos los destinos».

Será preciso desposar la propia juventud, que es la audacia de un día, con la juventud de Cristo, que es la audacia de lo eterno. Los jóvenes deberán juntar sus dos manos, todavía mojadas en el odre de la vida, con las dos manos de Cristo, mojadas todavía en la sangre de su audacia. He ahí lo que afirmaba Lacordaire: «La juventud es irresistiblemente bella, con la belleza del riesgo, es decir, con la belleza de la osadía», y también: «La juventud es sagrada a causa de sus peligros». Habrá que arrojarse en el mar del peligro, en la corriente de los riesgos, con la canción en los labios, con un gesto de desdén en la boca y con plena confianza en el logro final. Esto es lo que necesita el catolicismo mexicano: una transfusión de juventud.

Es de ella «de donde deben salir los valores que acabarán con nuestro empobrecimiento y con nuestra mediocridad y que saltarán por encima de todas las murallas para quebrar medianías, para pisar nulidades y para empinar a Dios, majestuoso y radiante, sobre los tejados y sobre los hombros de patrias y de multitudes. Nada de valores a medias; nada de valores incompletos; nada de valores que se aferran a su aislamiento, que titubean, que se ponen en fuga frente a la Historia y que se satisfacen con un milímetro de tierra».

Sólo harán la gran revolución, la revolución de lo eterno, las banderas tremoladas por la juventud que todavía le reza y le canta al joven carpintero que a los 33 años comenzó la única verdadera revolución, que es la revolución de lo eterno, y que pasa por nuestras vidas como un huracán preñado de heroísmo.

4. El enamorado del verbo

Destaquemos el valor que Anacleto le atribuía a la palabra, sea oral o escrita. Como orador, fue fulgurante. Cual otro Esquilo, «llenó de almenas las alturas del lenguaje», con el fin de suscitar una estirpe de héroes, al estilo de Godofredo de Bouillon, Guillermo Tell y el Cid, sus arquetipos favoritos, que se pusiesen al servicio de la Patria y de la Religión conculcadas.

En un artículo titulado «Sin palabras» afirma que una falsa e infundada apreciación del significado que tiene la palabra, ha hecho que en estos últimos tiempos se la arroje el margen de la vida, o cuando menos, se la coloque en un lugar muy secundario. Poco se confía en la palabra, como si lo único importante fuese la acción. Los obreros que elevan edificios con palabras y no con ladrillos, son vistos con desdén, pensándose que una acción vale un millón de palabras. «Más bien debiera decirse que una acción es una palabra reciamente moldeada en el crisol encendido de la carne y del pensamiento». Ello no es todo. Detrás de cualquier gran acción está la palabra, como germen, como impulso, como estimulante. Tres palabras se encuentran una página antes de la destrucción de Cartago, las de Catón: «Delenda est Cartago». Frente a la Revolución hemos carecido de las palabras adecuadas. «Necesitamos empezar la obra de la reconquista. Solamente se comienza con palabras». No hay fuerza que pueda oponerse a la palabra cuando se la pone al servicio de la idea, abriéndose paso entre los que la objetan.

Anacleto privilegió la palabra oral, dando numerosas conferencias en los más diversos lugares del país, pero principalmente en Guadalajara. Famoso fue un discurso que pronunció en el atrio colonial del Santuario de Nuestra Señora de Zapopan, cercano a aquella ciudad, trepado en una pilastra del enrejado, frente a una multitud que colmaba el recinto de la plaza y los jardines adyacentes.

En 1918, la ACJM de la ciudad de México lo invitó a dar una conferencia en la capital. Cuando llegó a la estación, los que lo esperaban, que no lo conocían, quedaron poco impresionados por el tipo desgarbado de Anacleto, sus ojos hundidos y soñadores. Horas después subió al escenario con su atuendo sencillo, ante un auditorio donde predominaban los jóvenes.

Cuenta uno de ellos que los primeros diez minutos provocaron un gran desconcierto. «¿Ésta es la maravilla que nos manda Jalisco?», se preguntaban por lo bajo. Sin embargo, el tono del discurso, monótono al principio, fue creciendo en vehemencia. Su pensamiento se lanzó a las cumbres. Tras una hora, que pasó fugazmente, la sala estalló en aplausos. «Vibraban nuestras almas al unísono con la suya», dijo uno de los oyentes.

Su elocuencia no fue innata sino fruto de una larga preparación. Él mismo decía que Demóstenes, desde el día en que sintió despertar su vocación, padeció largos insomnios de aprendizaje y no descansó hasta conseguir que su palabra se volviese capaz de ganar las batallas de la oratoria. Anacleto comprendía perfectamente la necesidad de usar bien de la palabra para el combate de las ideas, ya que en torno a ella se trababan las grandes batallas culturales. Había que evitar el gastarlas para discusiones banales reservándola para los temas trascendentes, en orden a rebatir las doctrinas erróneas que pretendían conquistar la supremacía sobre las inteligencias. Es allí donde había de resonar la palabra convincente.

«El genio –escribió en uno de sus periódicos– debe interrogar todas las lejanías hasta que su palabra, como luminar esplendoroso encendido sobre la llanura, alumbre todos los senderos», de modo que los que la oigan pierdan su cobardía y se lancen por la ruta que le trazan las palabras.

Aconsejaba insistentemente, practicándolo él mismo, una preparación concienzuda de los temas por tratar. Pero a la hora de pronunciar el discurso, le bastaba con determinar las líneas maestras, las ideas principales, dejando la expresión concreta a la inspiración del momento.

«Cansados estamos ya del arraigado y envejecido y ruinoso expediente de salir a la tribuna a leer en un pergamino o en la propia memoria, frases pulidas y martilladas con un siglo de anticipación, joyas talladas en un taller distante y que han perdido la lumbre radiante que las transfiguró, y el brío tempestuoso que las dobló y ablandó, y la huella viva del hierro encendido, y la hoguera que llameó sobre la frente del artífice. Puños de rescoldo, ceniza muda y entristecida que jamás podrá reavivar una emoción fingida. Y esto es todo, menos elocuencia. Porque hoy ya nadie ignora que para que haya palabra totalmente elocuente es preciso que el canto resonante que dicen las rebeldías que se anudan, jadean y disputan la victoria, debe hallarse plenamente presente delante del auditorio convulso, estremecido ante la batalla, aliado primero del hierro insurrecto, y después, juntando el peso inmenso de su corazón y de su espíritu y de sus pasiones, del lado del brazo que golpea y arroja todo: lumbre, yunque, herramientas, clavos y espadas fundidas en el torrente de la acción».

Según se ve, concebía el discurso como un torneo entre el público y el orador, muy diversamente de lo que sucede en el caso del escritor, que envía a lo lejos su mensaje. «Al tratarse del orador, más lógicamente, más exactamente que decir que es su palabra la que realiza el milagro de la acción sobre los demás, es preciso decir que es el orador mismo, porque él mismo es la palabra elocuente y es su propia palabra». Tal fue su ideal en esta materia: identificarse él mismo con su palabra.

Su oratoria no estaba exenta de cierto barroquismo, pero en modo alguno era vacía, sin contenido. Repetía su mensaje de mil maneras, hasta el hartazgo, como para hacerlo llamear en todas sus facetas, apuntalándolo incansablemente con nuevos argumentos y citas, hasta dejar la forja jadeante. No gustaba de abstracciones deshumanizadas y generalizadoras. Prefería las imágenes individuales y concretas. Su pensamiento seguía la curva parabólica y no la recta silogística. Era un artista de la palabra, entendiendo que mientras el silogismo pasa, agotándose en el momento en que realiza su labor de convicción, el símbolo no pasa, está preñado de sugerencias, y por tanto se prolonga en sus efectos, luego de terminado el discurso.

Mas no sólo fue orador, sino también, aunque secundariamente, escritor. En los pocos años de su actuación pública, logró gestar varias revistas: La Palabra, La Época, La Lucha. Pero fue sobre todo en el periódico Gladium, que aparecía todas las semanas, donde Anacleto reveló mejor su idiosincrasia, mezclando la especulación doctrinal con el cuento jocoso y la narración familiar. Allí señalaba los peligros del momento, la situación trágica de la Iglesia frente a la Revolución, así como las medidas que había que tomar. La revista tuvo amplia repercusión. Hacia fines de 1925 alcanzaría la tirada de 100.000 ejemplares. Miguel Gómez Loza estaba a cargo de la tesorería.

Es preciso leer, les decía a sus jóvenes, leer no sólo revistas sino también y sobre todo libros. «¿Qué es un libro? Un polemista que tiene la paciencia de esperarnos hasta que abramos sus páginas para dilatar el imperio de un conquistador. Hunde su mano encendida en nuestras entrañas. Porque todo él fue hecho en los hervores de la fiebre, bajo el largo insomnio, bajo el ansia nunca extinguida de quedar, de prolongarse, de no morir. La obsesión de cada escritor es reproducirse en muchas vidas, renacer todos los días, bañarse en sangre nueva, reaparecer en la larga hirviente que arroja todos los días el inmenso respiradero del mundo, rehacerse con el aliento espiritual de las almas en marcha. Cada libro se presenta bañado en la sangre todavía caliente de nuevos e inesperados alumbramientos».

Así como un viajero, escribía, cuando tiene que hacer un largo camino sucumbe si lleva sus alforjas vacías, así la juventud que no lee se queda sin provisiones. Para que mantenga el ideal, la gallardía, la generosidad, el arrojo y la audacia en épocas bravías, necesita de la ayuda de los libros. Alejandro Magno no hubiera llegado a ser Grande si no hubiese llevado consigo la Ilíada, que tenía siempre bajo su almohada; Aquiles, el héroe central de aquella epopeya, mantenía enhiesta la llama del guerrero. El buen libro hará que el joven «lleve siempre vuelta la cara hacia el porvenir y logre clavar en las alturas la bandera de la victoria de su gallardía y de su atrevimiento».

Anacleto fue un «poseído del verbo», oral o escrito.


IV. De la resistencia civil al combate armado

González Flores no limitó su acción a individuos o a pequeños grupos, sino que la extendió a emprendimientos de alcance nacional. Particularmente se interesó en el problema obrero, siendo el más decidido defensor de los trabajadores. Las injusticias del capitalismo liberal lo sublevaban. Conocedor avezado de la doctrina social de la Iglesia, abogó por la organización corporativa del trabajo, dentro de los principios cristianos, y su papel fue protagónico en la concreción de un enérgico despertar de la conciencia social en México. El Primer Congreso Nacional Obrero, celebrado el año 1922 en Guadalajara, que congregó no menos de 1300 personas, con la asistencia de varios Obispos, tuvo en Anacleto a uno de sus principales gestores. Al fin quedó organizada la Confederación Católica del Trabajo, que se extendió pronto por toda la Nación. Desgraciadamente este proyecto promisorio sería aplastado por la Revolución.

Más allá del problema obrero, Anacleto insistía en la necesidad de organizar el conjunto de las fuerzas católicas, hasta entonces enclaustradas en grupúsculos.

«Mientras nuestros enemigos –afirmaba– nos dan lecciones de organización, nosotros seguimos aferrados a la rutina y el aislamiento, aunque sabemos por experiencia que este camino sólo conduce a la derrota. Continuamos confiando en nuestro número, satisfechos de que somos mayoría en el país. Pero así seguiremos siendo una mayoría impotente, vencida, sujeta al furor de nuestros perseguidores. De nada valdrá el número si no nos organizamos. Organizados, constituiremos una fuerza irresistible. Y, entonces sí, nuestro número se hará sentir».

1. La Unión Popular y la oposición pacífica

Entusiasmado con el procedimiento de los católicos alemanes que con su resistencia pacífica contra la dura campaña de Bismarck, conocida con el nombre de Kulturkampf, habían logrado imponerse en los destinos de aquella nación, creyó que en el ambiente mexicano, tan distinto del alemán, se podrían obtener los mismos resultados. Y así, inspirado en Windthorst, el gran adversario del Canciller del Reich, montó una organización a la que denominó Unión Popular. Había allí lugar para todos los católicos. Cada uno debía ocupar un puesto, según sus posibilidades, de modo que la acción del conjunto se tornara irresistible.

Propuso Anacleto tres cruzadas. La primera fue la de la propagación de los buenos periódicos, junto con la declaración de guerra a los periódicos impíos, que no se deberían recibir ni tolerar en el hogar. La segunda, la del catecismo, en orden a lograr que todos los padres de familia llevasen a sus hijos a la iglesia para que recibieran allí la enseñanza religiosa; más aún, había que tratar que se enseñase el catecismo en el mayor número de lugares posibles y se organizase la catequesis de adultos. La tercera, la cruzada del libro, que consistía en limpiar de libros malos los hogares y procurar que en cada hogar hubiese al menos un libro serio de formación religiosa. «Escuela, prensa y catecismo –decía–, serán las armas invencibles de la potente organización».

Quiso Anacleto que la Unión Popular llegase a todas partes, la prensa, el taller, la fábrica, el hogar, la escuela, a todos los lugares donde hubiese individuos y grupos. «Es la obra que generalizará el combate por Dios», decía, ya que «urge que el pensamiento católico se generalice en forma de batalla y de defensa». Esta organización creció en gran forma, propagándose a los Estados limítrofes. Su órgano semanal, Gladium, al que ya hemos aludido, explicaba su propósito: hacer que todos los católicos del país formasen un bloque de fuerzas disciplinadas, conscientes de su responsabilidad individual y social, y en condiciones de movilizarse rápidamente y de un modo constante, sea para resistir el movimiento demoledor de la Reforma, sea para poner en marcha la reconquista de las posiciones arrebatadas a los católicos.

Para el logro de tales objetivos, debían aunarse todos los esfuerzos, desde los económicos hasta los intelectuales. Con engranaje sencillo y sin oficinas burocráticas, la Unión Popular controlaba a más de cien mil afiliados que se distribuían por todos los sectores sociales, tanto en la ciudad como en el campo. Nadie debía quedar inactivo. Todos tenían una misión propia que cumplir para concretar el programa de acción delineado por el «maistro» Cleto y llevado a la práctica con certera eficacia por su colaborador más estrecho, Miguel Gómez Loza.

Cuando en el orden nacional apareció una nueva institución, la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, Anacleto no se sintió emulado. Ambas organizaciones trabajaban para los mismos fines. Durante algún tiempo mantuvo independiente a la Unión Popular. Era natural, ya que este movimiento concentraba la mitad del poder con que se contaba en todo el país para resistir eficazmente las acometidas del Gobierno. Así lo entendieron también los dirigentes de la Liga, adoptando incluso algunos de los métodos de la Unión Popular. La ventaja era el carácter nacional de la nueva organización, que permitía formar cuadros en todo el país, con jefes de manzana, de sector, de parroquia, de ciudad, de provincia, etc. La idea era llegar con una sola voz, con una sola doctrina, con las mismas directivas a todo México, en orden a vertebrar la multitud hasta entonces informe y atomizada. Al fin, la Unión Popular quedó como sociedad auxiliar y confederada de la Liga. El mismo Anacleto fue designado jefe local de la Asociación Nacional.

La Liga consideraba como héroes paradigmáticos a Iturbide, Alamán, Miramón y Mejía, y repudiaba por igual a los liberales, masones y protestantes, aquellos adversarios que había señalado Anacleto, tres cabezas de un solo enemigo que trataba de destruir a México a través del imperialismo norteamericano. El proyecto de la Liga, que empalmaba con el de la ACJM, era «restaurar todas las cosas en Cristo», fiel al lema común: «Por Dios y por la Patria». El programa, simple pero completo: piedad, estudio y acción. Su propagación tuvo todas las peculiaridades de una cruzada. Sobre esa base se fue educando una generación de jóvenes que aprendieron a detectar y aborrecer al enemigo, exaltando el México verdadero, el de la tradición católica e hispánica, asimiladora del indígena.

Con el acceso a la presidencia de Elías Plutarco Calles, la persecución arreció. El 2 de julio de 1926 se hizo pública la llamada Ley Calles, atentatoria de todas las libertades de la Iglesia. Debía entrar en vigor el 31 de julio de dicho mes. Tres días después de su publicación, se dio a conocer una Carta Colectiva del Episcopado Mexicano, en la que se hacía saber que no era posible sujetarse a aquella ley, y por tanto, en señal de protesta, los cultos se suspenderían a partir de las 12 de la noche del 31 de julio. Esta decisión irritó al tirano y fue motivo suficiente para declarar rebeldes a obispos y sacerdotes al punto que en todos los rincones del país empezaron a caer asesinados o prisioneros.

Ante esta agresión brutal, Anacleto, juntamente con los demás dirigentes católicos, declaró el boicot en todo el territorio nacional. Este método se había ensayado en Jalisco años atrás, en 1918, a raíz de un decreto local, vejatorio para la Iglesia.

«No compre usted absolutamente nada superfluo. Lo necesario, cómprelo a un comerciante reconocidamente católico, y que la mercancía sea producto de una fábrica cuyos propietarios y empleados sean católicos. No compre nada a los enemigos».

Siempre se caminaba de a pie, nada de paseos y diversiones; el servicio de luz quedó reducido al mínimo. En aquella ocasión el método resultó, ya que el decreto infame tuvo que ser derogado.

Ahora se retomó dicho procedimiento. Al principio, los perseguidores se burlaban de este modo de lucha. Calles lo llamó «ridículo» Pero bien pronto comenzaron a sentir sus efectos: el comercio se resintió, muchos teatros y cines debieron cerrar sus puertas, mermándose así, por innumerables canales, el dinero que afluía a las arcas del Gobierno. En Arandas, uno de los pueblos de Jalisco, se había pedido que nadie comiera carne hasta nuevo aviso. Daba la casualidad de que el dueño de la carnicería era el intendente. No hubo un solo cliente, fuera de los funcionarios. En Guadalajara fueron excluidos del consumo los cigarrillos «el Buen Tono» porque su gerente había condecorado públicamente a Calles en nombre de las Logias Masónicas Mexicanas, por su actuación política en materia de cultos.

Una copla popular cantaba: «Lanzarse al boicot / sin un alfiler / al grito de gloria y de triunfo / que dice ¡Viva Cristo Rey! / Gritar con pasión, / volver a gritar / a cada descarga / con que intenten el grito acallar».

El boicot fue finalmente declarado «criminal y sedicioso» y con verdadera saña se persiguió a sus gestores. Pero los católicos no retrocedieron.

2. El paso a las armas

Llegó el 31 de julio de 1926, que era el día señalado por el decreto presidencial para que entrara en vigor la ley de cultos. Y era también la fecha que el Episcopado había fijado para suspender el culto en todos los templos del país. La efervescencia fue enorme. A la medianoche del 31, los sacerdotes hicieron abandono de las iglesias, que quedaron al cuidado de los fieles. Comenzaron entonces los tumultos callejeros. En Guadalajara, un numeroso grupo de jóvenes se congregó frente el Santuario de Guadalupe, gritando: «Viva Cristo Rey, mueran los perseguidores de la Iglesia».

Por aquel entonces nadie pensaba, ni por asomo, en recurrir a las armas. Ello era tan cierto que en el caso particular de Jalisco la resistencia pasiva patrocinada por Anacleto fue interpretada por el Gobierno como una actitud medrosa y cobarde, llamando a Jalisco «el gallinero de la República».

El presidente Calles había dicho con total claridad, en una entrevista concedida a un grupo de católicos, que sólo había tres caminos para resolver el problema religioso: «O se someten a las leyes, o acuden a las Cámaras, o toman las armas. Para todo estoy preparado». Someterse a las leyes, según él lo entendía, no era sino aceptar la destrucción de la Iglesia. Se intentó así el segundo camino, recurriendo a las Cámaras con un memorandum, firmado por dos millones de personas, donde se pedía formalmente la revisión de la ley. También ello fue inútil; el documento y las firmas fueron a parar al cesto de los papeles. Se habían puesto ya todos los medios pacíficos. ¿No habría llegado la hora del combate armado? Así lo pensaba el vehemente Armando Téllez Vargas:

«Nada tan frecuente como que los católicos de figurón, los católicos de fiestas de caridad, de antesala de Obispos y de primera fila de Pontificales, traten de contener los ímpetus valerosos y justificados de la porción que quiere luchar... Porque eso es lo que hacen los católicos paladines de la prudencia y de la resignación, negar la Verdad. Niegan la Verdad cuando aseguran que es precisa la sumisión a la autoridad ilegítima y perseguidora de la Iglesia; cuando claman por la obediencia a las leyes tiránicas que tratan de sobreponerse a las leyes divinas; cuando invocan la mansedumbre cristiana para abstenerse de salir a la defensa de la Iglesia... ¡El enemigo mayor no está fuera; está en casa vestido de hombre piadoso, de intelectual de gabinete, de filántropo!»

Aparentemente, sólo quedaba alzarse en armas, el último de los tres caminos que el propio Calles había señalado con anticipación. Muchos católicos comenzaron a pensar seriamente en dicha posibilidad, dispuestos a enfrentar con la fuerza al agresor injusto, conculcador de vidas y de haciendas, y de algo que vale infinitamente más: la fe, los derechos de Dios. Pronto las cosas pasaron a los hechos, formándose espontáneamente pequeños grupos armados.

Algunos Obispos estaban en contra de dicha decisión. Otros, a favor. Nombremos, entre estos últimos, a Francisco Orozco y Jiménez, el eminente obispo de Guadalajara. Era Orozco un hombre de gran cultura, que había estudiado en la Universidad Gregoriana con maestros como Mazzela y Billot, versado principalmente en historia. Cual buen pastor, recorrió su diócesis de punta a punta, con frecuencia a caballo. La Revolución lo persiguió con saña, expresión, según él mismo dijo, «del odio de la Masonería contra mí». Su vida fue un continuo desafío a la política religiosa del Gobierno, en constante zozobra y en peligros muchas veces inminentes. Durante cincuenta años fue obispo de Guadalajara, viéndose cinco veces desterrado de su sede. Se lo ha llamado el Atanasio del siglo XX. Actualmente está en proceso de beatificación.

Para serenar la conciencia de los católicos en lo tocante a la licitud del levantamiento se consultó a los mejores teólogos de las Universidades Romanas, los cuales respondieron «que en las presentes circunstancias de México, la defensa armada, ya que se han agotado los medios pacíficos, no sólo es lícita sino hasta obligatoria para aquellos que no están impedidos». Y agregaban que sería un pecado prohibir a los ciudadanos católicos hacer uso de ese derecho de defensa que poseen.

En 1927, el Episcopado fijó en un documento su posición al respecto. Allí se afirmaba que los Obispos habían manifestado su inconformidad con las leyes promulgadas, así como el propósito de lograr su revisión. En lo que se refiere a los movimientos armados, se decía que aunque el Episcopado era ajeno a ellos, cualquiera que conozca la doctrina de la Iglesia sabe que hay circunstancias en la vida de los pueblos donde se torna lícito defender por las armas los derechos que en vano se ha procurado poner a salvo por medios pacíficos. No se trataba, pues, de una insurrección injusta, sino de un movimiento de legítima defensa. Un terrible duelo se había declarado entre un pueblo que luchaba por su fe, y un Gobierno que se había vuelto sordo a sus reclamos. Por tanto, concluían, tanto la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, como los católicos en particular, si bien en el terreno religioso deben obediencia a los Obispos, son perfectamente libres en el ejercicio de sus derechos cívicos y políticos.

Dicha Pastoral Colectiva fue confirmada por el Santo Padre. Como pudo leerse en aquellos días en el Osservatore Romano, al pueblo que no consentía en someterse a la tiranía «no le quedaba otro recurso que la rebelión armada». Fue sobre todo desde Guadalajara, con el apoyo de «Chamula», como apodaban sus adversarios al obispo Orozco y Jiménez, de donde partió el gran levantamiento cristero, que luego se extendería a varios Estados de México.

3. La actitud de Anacleto

Anacleto no se sentía inclinado al recurso de la lucha armada. En un medio como el mexicano, tan propenso a las soluciones violentas, prefería la resistencia pasiva, a la que había recurrido anteriormente y que ahora estaba dispuesto a replantear hasta en sus menores detalles. No porque en principio rechazase el uso de la fuerza, dada la situación a que se había llegado. Pero pensaba que yendo a las armas se le hacía el juego a Calles, enfrentándolo en un terreno donde ciertamente tendría ventaja. En cambio, sostenía, la fuerza bruta, arma única de la Revolución, se rompería como espada enmohecida al sentir no el choque del hierro sino de los caracteres que no capitulan, de aquellos capaces de repetir el grito de los que rodeaban a Napoleón en la derrota de Waterloo, el grito de los fuertes: «La guardia perece pero no se rinde». Ponía también como ejemplo la actitud serena y gallarda de los primeros mártires, agregando que en todos los tiempos el gesto del mártir ha sido el único que logró triunfar de los tiranos.

Por eso su mensaje era una permanente convocatoria al martirio. «Nos basta con la fuerza moral», decía. Y también: «La Iglesia está nutrida de sangre de león. No se tiene derecho de renunciar a la púrpura. Estamos obligados a mojarla con nuestra sangre». Por lo demás, «lo que se escribe con sangre queda escrito para siempre, el voto de los mártires no perece jamás». Era el famoso «plebiscito de los mártires», de que hablaría con emoción en uno de sus alegatos.

Anacleto no buscaba tanto el triunfo próximo cuanto la proclamación heroica y martirial de la verdad. Mártires ofrendó la Iglesia primitiva, escribía, mártires la epopeya de la cristianización de los indios, mártires produjo la Revolución francesa... En esta cadena de mártires echa sus raíces la esperanza moral de la Patria. Por ellos, y sólo por ellos, ha de llegar el día en que triunfe la verdad. Esta idea de González Flores nos trae al recuerdo una reflexión de Mons. Gay, obispo auxiliar del cardenal Pie, y es que la Iglesia vive de dos principios, de dos sangres; de la sangre de Cristo, que se vierte místicamente sobre el altar, y de la sangre de los mártires, que se derrama cruentamente sobre la tierra. Ni la Misa ni el martirio faltarán jamás en la Iglesia.

«Mientras la carne tiembla –afirma conmovido Anacleto–, el mártir, envuelto en la púrpura de su sangre como un rey que se tiende al morir, en un esfuerzo supremo y definitivo por salvar la soberanía del alma, abre grandemente sus ojos ante el perseguidor y exclama: creo. Ha sido la última palabra, pero también la expresión más fuerte y más alta de la majestad humana».

Cuando empezaron a caer los primeros mártires mexicanos, en las cercanías del templo de Guadalupe, escribió:

«Hoy nos han caído cargas de flores, sobre el altar de la Reina... Hoy la Reina ha recibido la ofrenda de nuestros mártires; ha visto llenarse las cárceles con los audaces seguidores de su Hijo; ha oído resonar y temblar los calabozos, en un delirio de atrevimiento santo, de osadía sagrada... Y seguirá la ofrenda. Porque ya sabemos los católicos que hay que proclamar a Cristo por encima de las bayonetas, por encima de los puños crispados de los verdugos, por encima de las cárceles, el potro, el martirio y de los resoplidos de la bestia infernal de la persecución. Y seguirá habiendo mártires y héroes hasta ganar la guerra y llevar el Ayate hecho bandera de victoria, hacia todos los vientos».

Por sublimes que fueran estos propósitos, no pensaba así monseñor José de Jesús Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla:

«Si estos tales –aunque sean nuestros mismos gobernantes–, lejos de encauzarnos por la senda del bien nos arrastran al camino de la iniquidad, estamos obligados a ponerle resistencia, en cuyo sentido deben explicarse aquellas palabras de Cristo: No he venido a traer la paz, sino la guerra; y aquellas otras: “No queráis temer a los que quitan la vida del cuerpo”... La resistencia puede ser activa o pasiva. El mártir que se deja descuartizar antes de renegar de su fe, resiste pasivamente. El soldado que defiende en el campo de batalla la libertad de adorar a su Dios, resiste activamente a sus perseguidores. En tratándose de los individuos, puede haber algunos casos en que sea preferible –por ser de mayor perfección– la resistencia pasiva. Pero el martirio no es la ley ordinaria de la lucha; los mártires son pocos; y sería una necedad, más bien dicho, sería tentar a Dios, pretender que todo un pueblo alcanzara la corona del martirio. Luego de ley ordinaria la lucha tiene que entablarse activamente».

Mons. Orozco y Jiménez trató de convencer a Anacleto de la conveniencia de la lucha armada, pero no logró persuadirlo del todo. Es cierto que ya la experiencia le había demostrado a éste último que dada la índole peculiar del pueblo mexicano, pero sobre todo la de los perseguidores, los medios pacíficos de resistencia a que hasta entonces se había recurrido, no parecían conducentes. Los asesinatos de laicos y sacerdotes se multiplicaban por doquier, juntamente con las más terribles vejaciones para todo lo que tuviese carácter católico.

Algo que lo inclinó a ir cambiando de postura fue el ver cómo muchos de sus compañeros se alistaban, uno tras otro, en las filas de los combatientes. Particularmente le impresionó la despedida que el 5 de enero de 1927 se le hizo a su gran amigo y compañero de luchas y de cárceles, Gómez Loza, quien había resuelto agregarse a las huestes cristeras de los Altos de Jalisco. Y así poco a poco fue entendiendo, cada vez con mayor claridad, que era su deber cooperar de manera explícita con el movimiento. Una vez que dio el paso, lo nombraron enseguida Jefe Civil en Jalisco. No iría al campo de batalla, pero con el entusiasmo y tesón que siempre lo habían caracterizado, se dedicó a organizar, sostener y transmitir las órdenes que recibía del centro, referentes a dicha empresa. En Guadalajara, donde tenía su sede de Jefe Civil, comenzó a asistir sin falta a las reuniones secretas de los que se enrolaban para el combate, pronunciando vibrantes arengas con motivo de la partida de quienes se dirigían a los campos de batalla.

No hubo anteriormente cobardía en su preferencia por los medios pacíficos. Era para él una cuestión prudencial, o de estrategia, si se quiere. Ahora veía las cosas de otro modo. Con todo, aunque consintió que la Unión Popular se lanzase al combate, no quiso que abandonara su anterior trabajo en pro de la cultura y de la formación en la ciudad, sin lo cual aquel combate habría carecido de logística. Hubiera preferido separar la obra de la Unión Popular y la organización del Ejército Nacional Libertador. Pero en aquellos momentos no era sino una distinción de gabinete. Y así invitó a los suyos a hacer con Dios «un pacto de sangre».

4. La Guerra Cristera

El año 1926 señaló el comienzo de la gran epopeya mística, noble y santa, por la que numerosas personas, a veces insignificantes, se convirtieron en héroes. La desigualdad de los dos bandos era enorme. De un lado, las fuerzas militares del Gobierno, perfectamente equipadas, que formaban el ejército de la Nación, con sus jefes y oficiales, debidamente entrenados. Del otro, grupos diversos de ciudadanos de toda condición, incluso mujeres y niños, por lo general ajenos a la milicia, carentes casi totalmente de elementos materiales y de pertrechos de guerra, pero animados de un coraje a toda prueba.

Para el lado gubernamental no faltó el apoyo del embajador de los Estados Unidos, el protestante y maquiavélico Dwight Morrow, íntimo amigo de Calles, quien logró un completo apoyo moral y militar del gobierno de los Estados Unidos a los perseguidores mexicanos, haciendo que se controlara con celosa vigilancia todos los movimientos de la frontera para que ni el más mínimo apoyo pudiera llegar a manos de los cristeros. Más aún, aquel país proveyó al ejército mexicano de bombarderos y de cazas Bristol, que operaban desde Texas, con pilotos norteamericanos. A esto debe agregarse la gran propaganda de Calles, expresamente apoyada por influencias masónicas y protestantes, y la conspiración de silencio casi total en los países extranjeros. El mismo arzobispo de Baltimore, Mons. Miguel L. Curley, reconocía la responsabilidad de sus compatriotas, incluidos muchos católicos, en los sucesos de esta guerra.

«Las ametralladoras que se volvieron contra el clero y pueblo de San Luis Potosí, hace unas cuantas semanas, eran ametralladoras norteamericanas... Nosotros, mediante nuestro gobierno, armamos a los bandidos asalariados de Calles... Si Washington quisiera únicamente dejar solo a México e interrumpiera la desleal ayuda al presente régimen bolchevique, Calles y su pandilla no durarían ni un mes». «Los enviados del régimen –prosigue el Obispo– son bien recibidos en Estados Unidos y pueden volver diciendo: “Ya lo había dicho yo: el Tío Sam está con nosotros; podemos continuar nuestra obra de destrucción del catolicismo”».

Excedería los marcos de la presente semblanza declarar las alternativas de esta guerra que duró tres años. Destaquemos, eso sí, el derroche de bravura de que hizo gala el pueblo católico mexicano. ¡Cuántos ejemplos conmovedores, de hombres que lograron ensamblar en un solo heroísmo los dos más grandes amores del alma, ofreciendo su sangre al Dios del cielo y a la Patria de la tierra! Todo el pueblo católico no formó entonces sino un solo cuerpo, los que estaban en los montes y los que permanecían en los pueblos. Desde Guadalajara, zona ocupada por el enemigo, se colaboraba buscando y enviando municiones. Por ejemplo, un obrero que trabajaba en una fábrica de cemento, introducía en la bolsa de cemento paquetes de cartuchos para el frente, sin sospecha de nadie; un humilde verdulero ocultaba municiones en canastos, que luego llevaba en canoa hasta donde estaban los cristeros. Tuvieron también su parte las mujeres, sobre todo las que integraban las brigadas femeninas Santa Juana de Arco, verdaderas heroínas que iban y venían, en tren, en camiones de carga, o a lomo de mula, ocultando las municiones bajo sus vestidos, en chalecos que eran como camisas fruncidas para que se formaran multitud de pliegues donde se mantenían los cartuchos, de 500 a 700 por joven, con el fin de proveer a los soldados de Cristo. En caso de ser descubiertas, era la muerte.

Los campesinos constituyeron el contingente principal. El P. Navarrete, entonces oficial cristero, nos confiesa cómo se solazaba contemplando a aquellos Quijotes de Dios, tan humildes como llenos de docilidad y fortaleza. Eran los rancheros mexicanos, junto con sus mujeres, católicos hasta los tuétanos. Como aquel que, antes de partir, le preguntó a su esposa, quien acababa de dar a luz a un hijo, qué hubiera pensado si él se hubiese mostrado indiferente a la cuestión religiosa, a lo que ella respondió: Pues hubiera pensado que mi esposo no era digno de ser padre de este hijo mío que tanto quiero.

Quienes no combatían en los cerros, con el rifle en su mano, y tampoco podían actuar de «enlace» entre los pueblos y los lugares de batalla, luchaban en sus hogares por medio de la oración. A tan ininterrumpidas plegarias de los que, por una u otra razón, no podían combatir, niños, mujeres y ancianos, se debió, sin duda, la perseverancia, la fortaleza y el coraje admirable de aquellos guerreros cristianos. Cuando en los pueblos se oía a lo lejos el fragor del combate, aquella gente suspendía sus ocupaciones habituales y se ponían de rodillas, por lo general frente a una imagen; conforme aumentaba el estruendo de la batalla, oraban con mayor fervor.

Incluyamos en este cuadro de honor a tantos sacerdotes heroicos, que de una u otra forma, algunos, los menos, con las armas en las manos, otros, como capellanes de los combatientes, colaboraron estrechamente con los cristeros. Hablando más en general, de los 4100 sacerdotes que había en todo México, fueron muy pocos, menos de 10, los que a raíz de la persecución defeccionaron, haciéndose cismáticos con el desgraciado P. Pérez, autollamado Patriarca de una presunta Iglesia Católica Nacional, promovida por el régimen. Una fidelidad tan masiva constituye un caso quizás único en la historia de la Iglesia. Nombremos, entre tantos, al querido P. Pro, hoy beatificado como mártir, que recién llegado de Europa, no salía de su asombro al contemplar el heroísmo de tantos compatriotas suyos, especialmente en Jalisco.

«Bendita tierra mía –decía–, que está dando su lección a México y al mundo. ¡Muy bien, muchachos! ¡Así se llevan con garbo las banderas de las grandes causas!»

Cuando los cristeros se lanzaban al combate lo hacían invocando el nombre de Dios. Mientras los soldados de Gobierno gritaban: «Viva Satán», «Viva el Demonio», «Que mueran Cristo y su Madre», los cristeros exclamaban: «Viva la Virgen de Guadalupe», y sobre todo, «Viva Cristo Rey». Fue en razón de este grito, tantas veces repetido, que sus enemigos los llamaron los Cristos Reyes o los cristeros. Tal grito, íntimamente relacionado con el tema principal de la encíclica Quas primas de Pío XI, aparecida precisamente a fines de 1925, constituyó todo un programa expuesto en forma contundente, brevísimo pero completo. Y ese grito que escucharon los bosques de México, sus sierras, sus campos, con acento de heroísmo, es el mismo que repetían los cristeros ante sus jueces, regulares o improvisados, cuando eran detenidos, así como el saludo mutuo de los confesores de la fe. Y ante el pelotón de fusilamiento fue una especie de ritornello del martirio mexicano, la última palabra, la de San Pablo: «es necesario que Cristo reine», que en mexicano se tradujo: «¡Viva Cristo Rey!». Tanto este grito de guerra y de martirio, como el lema de la ACJM: «Por Dios y por la Patria», tendrían repercusión explícita, diez años después, en España. No en vano el Alcázar de Toledo fue liberado al grito de Viva Cristo Rey. La reciente gesta de México era bastante conocida por el pueblo español. Una madre de ese pueblo dijo: «Mi hijo murió exclamando: Viva Cristo Rey, como los mártires mexicanos».

El heroísmo de los cristeros encontró un lugar privilegiado en los Altos de Jalisco. Refiriéndose a su población ha escrito José Vasconcelos:

«Los hombres, de sangre española pura, se ven atezados y esbeltos en su traje de charrería conveniente para la faena campestre. Su fama de jinetes halla reconocimiento por todo el Bajío. Hace poco más de un siglo, aquella comarca fue penetrada por colonos que todavía tuvieron que batirse, en pleno siglo XIX, con tribus de indios merodeadores. De suerte que el blanco, a semejanza de lo que más tarde ocurriría en el Far West americano, la hizo de guerrero y de cultivador. Cada familia encarnaba la misión de extender los dominios de la cultura latina por los territorios desiertos del Nuevo Mundo. Y así es cómo el español, aliado al mestizo, fue empujando y ocupando la tierra vacía muy hacia el Norte, hasta topar con el anglosajón que por el otro camino llenaba tarea parecida pero en beneficio de las razas protestantes de Europa».

Por eso, agrega Vasconcelos, la gente de los Altos, leal a sus costumbres castizas, se mostró, frente al callismo, como una reserva nacional étnica y política de la mejor calidad. Bien escribe Enrique Díaz Araujo:

«Existen zonas selectas –la Vendée francesa de la contrarrevolución de los chouans, la Navarra española del tradicionalismo carlista, o el Don apacible del voluntariado ruso blanco– donde esa resistencia ha alcanzado caracteres épicos, dignos de la tragedia homérica. Por ellos, sin duda, se salvará el juicio de la época moderna. Los anales de la historia futura los recogerán como nuevas Troyas de la civilización, catacumbas benedictinas o termópilas numantinas, de los años de la decadencia de nuestra cultura. Quedarán como jalones blancos que marcarán el camino del renacimiento, pasado que sea –si así Dios lo dispone– el momento negativo del vendaval de la barbarie ideológica. Y, entre esos hitos notables, hallará su lugar peraltado, el Occidente mexicano, la tierra jalisciense, del núcleo tapatío que se irradia desde Guadalajara por Jalisco, Michoacán, Zacatecas y Colima...»

Según se ve, los que, al decir de Calles, integraban «el gallinero de la República» no eran tan «gallinas» como parecía. En la guerra cristera lucharon con un arrojo sin límites. Un arrojo no exento de humor. Se cuenta que, a veces, en medio del fragor de la batalla, se dejaba escuchar, de tanto en tanto, el clarín de sus tropas que se burlaba del enemigo, tocando las notas con que se anuncia la salida del toro en las lides, o la chusca canción popular La Cucaracha.

La preparación de la biografía de Anacleto nos llevó a leer muchos libros donde se relatan las gestas cristeras y se describen a sus héroes. El que inauguró la era de los mártires, el 29 de julio de 1926, fue José García Farfán. José, que vivía en Puebla, era dueño de una pequeña tienda, con un kiosco de revistas a la calle. Un día puso en su local algunos letreros que decían: «Viva Cristo Rey», «Viva la Virgen de Guadalupe». El 28 de julio pasaba por allí el General Amaya. Furioso al ver los letreros, le mandó retirarlos. Don José se negó y fue detenido. Al día siguiente, Amaya ordenó fusilarlo. Estando ya todo preparado, le dijo –¡A ver ahora cómo mueren los católicos! –Así –respondió el anciano– y gritó: ¡Viva Cristo Rey!

Numerosos patriotas mexicanos, incluidos niños, ancianos y mujeres, fueron llevados al paredón o colgados de los árboles. El heroísmo estaba a flor de piel, como si el espíritu de la caballería medieval hubiese resucitado.

Destaquemos, entre tantas, la figura de Luis Navarro Origel, gran caudillo católico, quien seguido por miles de voluntarios, llegaría a controlar la costa de Michoacán, teniendo bajo sus órdenes no menos de diez mil cristeros. De su compromiso inicial en la causa escribe un cronista:

«Luis, después de haber sido armado Caballero con el nombre de Soldado de María, y tras de velar sus armas una noche y confortar su espíritu con la Sagrada Eucaristía, de acuerdo con los amigos de mayor confianza pertenecientes a los centros de la Liga que había fundado y después de ponerse bajo el amparo de San Miguel Arcángel, en el día de su fiesta, lanzó el grito de libertad que debió concertarse allí en los cielos con el ¡Quién como Dios! del primer paladín de la justicia eterna, en la ciudad de Pénjamo, la mañana del 29 de septiembre de 1926».

Luego se despidió de su esposa diciéndole en una carta que la única solución para México pasaba por el sacrificio, las víctimas, la sangre, que todo lo fecunda, todo lo engrandece, todo lo santifica, desde que fue derramada aquella Sangre divina y que aún se inmola y seguirá inmolándose hasta la consumación de los siglos.

«¡Porque el valor de la sangre es insustituible, porque el clamor de la sangre es un clamor terrible, que siempre llega y conmueve el Corazón de Dios!». Y prosigue: «Nuestra Patria para salvarse sólo necesita vidas inmoladas, cuya inmolación está santificada por el amor de Cristo. Para lavarse de tanto horror, de tanta abominación de crímenes que van siendo ya seculares, este suelo necesita sangre, pues las afrentas y las ofensas terribles hechas a Dios por un pueblo, sólo con sangre se limpian...

«Y apenas ayer empezó a derramarse y es tanta y tan generosamente ofrecida la que estaba y está dispuesta a derramar nuestro pueblo que amenaza inundar este suelo y salpicarlo todo; esto es lo que hacía falta, que no quede rincón de este suelo amado que no se lave con sangre, que no se santifique con el sacrificio... Las victorias vendrán después seguramente; pero ahora sólo sangre, solamente vidas inmoladas generosamente se necesitan».

Las diversas unidades de los cristeros tomaban los nombres de los caídos gloriosos, por ejemplo, Padre Pro, Miguel Gómez Loza, etc. En el juramento de los que se ofrecían para el combate se decía: «Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primer cántico en el cielo sea: ¡Viva Cristo Rey!». Conmovido Pío XI al irse enterando de todo esto, concedió indulgencia plenaria in articulo mortis a los mexicanos por la invocación: «¡Viva Cristo Rey!». Dicho grito incluía, como lo hemos señalado, todo un programa de restauración católica, por lo que el mismo Papa pudo afirmar que

«el México cristero supo cumplir con su magno destino providencial, proclamando que el Reinado Temporal de Cristo debe defenderse, mantenerse y reimplantarse, si es necesario, por medio de la fuerza», y que el testimonio dado por la Iglesia en México «se debe colocar definitivamente entre los hechos más ilustres de nuestra historia».

A lo que hacía eco el Arzobispo de Malinas, card. van Roey: «Vosotros escribís una de las páginas más gloriosas de la Historia de la Iglesia, una página con letras de sangre, una página indeleble, que dirá a las generaciones futuras a lo que puede y debe atreverse una fe verdaderamente sobrenatural y una caridad digna del nombre de cristiano». Como dijo un escritor: «Si ésta no fue una guerra justa, nunca ha existido ni existirá jamás una sola guerra justa en toda la historia del mundo».

Años después, en 1946, con motivo de la solemnidad de Cristo Rey, que es el día de las Fiestas Patronales de los cristeros, pudo decir el obispo de Huejutla, Mons. Manríquez y Zárate:

«He aquí las dos más grandes manifestaciones de amor a Jesucristo, de que ha sido teatro la Nación Mexicana. La sangre del pueblo, sangre generosa y noble, ha corrido a torrentes en el campo de batalla, pero también se ha derramado con admirable profusión en el ara augusta de los grandes sacrificios, de las grandes inmolaciones y heroísmos. Y si gallardas y gigantes aparecen las figuras de los campeones de la espada, que en los campos del honor han sabido vindicar para la Patria y para la Iglesia sus inviolables y sacrosantos derechos, más gallarda e imponente aún es la figura de los mártires que, en el misterioso silencio de la más sublime abnegación, han sabido tolerar, inermes y desvalidos, la furia implacable de los eternos enemigos del nombre cristiano.

«Y no se vaya a creer que estas dos fases de la epopeya sean como los polos de una grande esfera, distanciados y opuestos entre sí por la extensión inmensa del espacio. No, estos dos heroísmos no son más que dos demostraciones de uno y el mismo sentimiento, de uno y el mismo amor: dos ríos que salen del mismo océano, dos fulgores de una y la misma luz. La misma caridad de Jesucristo que impele al mártir a entregarse en las garras del sayón para ser despedazado en odio de la fe, es la misma que empuja al soldado a empuñar la espada vengadora y terrible que hace morder el polvo a los enemigos de Dios».

Todavía hoy en los Altos de Jalisco se evoca a aquellos héroes no olvidados. Pasando por San Miguel el Alto, que se encuentra en dicha zona, tuve la dicha de escuchar un corrido que me cantó «el cieguito José», en homenaje a uno de ellos, el legendario Victoriano Ramírez, apodado el Catorce. Los corridos mexicanos, que continúan el viejo romancero español, logran sus mejores expresiones en el encomio de los héroes regionales.


V. El testimonio supremo del martirio

Anacleto vivió permanentemente hostigado por la policía de Guadalajara. Se podría decir que no conoció día sin sobresalto. Varias veces fue encarcelado. Pero cuando salía de la prisión continuaba como antes, sin retroceder un milímetro en su designio. No podía ignorar que estaba jugando con la muerte. Varias veces la vio muy cerca, pero jamás la esquivó, dejando de hacer, por temor, lo que debía. La idea del sacrificio de su vida no le era extraña ni remota. Uno de los capítulos de la última y más importante de sus obras lleva por título: «Reina de los Mártires, ruega por nosotros». Ya anteriormente había sostenido que si las acciones encaminadas a la salvación de la Iglesia y de la Patria fallasen, sería preciso votar, no con papeletas, de las que se burlaban los enemigos, sino con las propias vidas, en un plebiscito de mártires. «Porque lo que se escribe con sangre, según la frase de Nietzsche, queda escrito para siempre, el voto de los mártires no perece jamás».

Llegó un momento en que el acoso de sus enemigos lo obligó a esconderse. Por algunas infidencias se había enterado de que el Gobierno estaba decidido a acabar con él, en la idea de que así la resistencia se debilitaría sustancialmente. Una familia amiga, la de los Vargas González, le abrió las puertas de su casa, conscientes del grave peligro al que se exponían.

Allí se guareció, disfrazándose de obrero; dejó crecer la barba, enmarañó su cabellera, y siguió su actividad como antes. El 29 de marzo de 1927, pasó la noche con su familia, castigada por la miseria, alternando con su esposa, y rezando y jugando con sus tres hijitos. Fue la última vez que los vería. El 31 del mismo mes estaba, como de costumbre, en la casa de los Vargas González. Allí se confesó con un sacerdote que se encontraba de paso, y después se quedó comentando con él una reciente Pastoral del Arzobispo de Durango, que aprobaba plenamente la defensa armada. «Esto es lo que nos faltaba, dijo Anacleto. Ahora sí podemos estar tranquilos. Dios está con nosotros».

Era de noche. Se retiró a su cuarto, y allí se puso a escribir para la revista Gladium, un artículo de tres páginas, papel oficio, con excelente letra aún hoy perfectamente legible. La noticia de la que acababa de enterarse sobre la decisión del obispo de Durango fue lo que inspiró su pluma:

«Bendición para los valientes, que defienden con las armas en la mano la Iglesia de Dios. Maldición para los que ríen, gozan, se divierten, siendo católicos, en medio del dolor sin medida de su Madre; para los perezosos, los ricos tacaños, los payasos que no saben más que acomodarse y criticar. La sangre de nuestros mártires está pesando inmensamente en la balanza de Dios y de los hombres.

«El espectáculo que ofrecen los defensores de la Iglesia es sencillamente sublime. El Cielo lo bendice, el mundo lo admira, el infierno lo ve lleno de rabia y asombro, los verdugos tiemblan. Solamente los cobardes no hacen nada; solamente los críticos no hacen más que morder; solamente los díscolos no hacen más que estorbar, solamente los ricos cierran sus manos para conservar su dinero, ese dinero que los ha hecho tan inútiles y tan desgraciados».

Ya había pasado la media noche, y Anacleto seguía escribiendo. Había empezado el día de su sacrificio, y, como dice Gómez Robledo, iba a pasar casi sin transición de la palabra a la sangre. Escribió entonces las palabras finales de su vida:

«Hoy debemos darle a Dios fuerte testimonio de que de veras somos católicos. Mañana será tarde, porque mañana se abrirán los labios de los valientes para maldecir a los flojos, cobardes y apáticos». Nos impresiona este hoy. ¿Era un presentimiento?

«Todavía es tiempo de que todos los católicos cumplan su deber; los ricos que den, los críticos que se corten la lengua, los díscolos que se sacrifiquen, los cobardes que se despojen de su miedo y todos que se pongan en pie, porque estamos frente al enemigo y debemos cooperar con todas nuestras fuerzas a alcanzar la victoria de Dios y de su Iglesia».

Eran las tres de la mañana y se aprestó a tomar un breve descanso. Una hora antes, un grupo de soldados había entrado por un balcón en la casa de Luis Padilla, brazo derecho del Maestro, deteniéndolo. Luego, hacia las cinco, movidos por la delación de algún traidor, golpean la puerta de los Vargas. La casa está rodeada. Hay soldados sobre las paredes y la azotea. Tras un cateo de la casa, se llevaron a las mujeres, la madre y sus hijas, por un lado, y a los varones que allí se encontraban, Anacleto y los tres hermanos Vargas González, por otro. Todo esto me lo contó personalmente, con más detalles, por supuesto, María Luisa Vargas González, una de las hermanas, en una entrevista emocionante que mantuve con ella en la propia casa donde sucedió lo relatado.

Llegados los varones a destino, comenzó enseguida el interrogatorio. Lo que buscaban era que Anacleto reconociera su lugar en la lucha cristera y denunciase a los que integraban el movimiento armado católico de Jalisco; asimismo que revelase el lugar donde se ocultaba su obispo, Orozco y Jiménez. Anacleto no podía negar su participación en la epopeya cristera. Bien lo sabían sus verdugos, ni era Anacleto hombre que rehuyera la responsabilidad de sus actos. Reconoció, pues, totalmente su papel en el movimiento desde la ciudad, pero nada dijo de sus camaradas ni del paradero del Prelado.

Entonces comenzó la tortura, lenta y terrible. En presencia de los que habían sido detenidos con él, lo suspendieron de los pulgares, le azotaron, mientras con cuchillos herían las plantas de sus pies.

–Dinos, fanático miserable, ¿en dónde se oculta Orozco y Jiménez?

–No lo sé.

La cuchilla destrozaba aquellos pies. Como dice Gómez Robledo, «el hombre que ha vivido por la palabra va a morir por el silencio».

–Dinos, ¿quiénes son los jefes de esa maldita Liga que pretende derribar a nuestro jefe y señor el General Calles?

–No existe más que un solo Señor de cielos y tierra. Ignoro lo que me preguntan...

El cuchillo seguía desgarrando aquel cuerpo. «Pica, más, más», le decía el oficial al verdugo. De manera semejante torturaban a los hermanos Vargas, por lo que Anacleto, colgado todavía, gritó: «¡No maltraten a esos muchachos! ¡Si quieren sangre aquí está la mía!». Los Vargas, abrumados por el dolor, parecían flaquear; pero Anacleto los sostenía, pidiendo morir el último para dar ánimo a sus compañeros.

Tras descolgarlo, le asestaron un poderoso culatazo en el hombro. Con la boca chorreando sangre por los golpes, comenzó a exhortarlos con aquella elocuencia suya, tan vibrante y apasionada. Seguramente que nunca ha de haber hablado como en aquellos momentos...

Se suspendieron las torturas. Simulóse entonces un «consejo de guerra sumarísimo», que condenó a los prisioneros a la pena de muerte por estar en connivencia con los rebeldes. Al oír la sentencia, Anacleto respondió con estas recias palabras:

«Una sola cosa diré y es que he trabajado con todo desinterés por defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Vosotros me mataréis, pero sabed que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que veré pronto desde el cielo, el triunfo de la religión en mi Patria».

Eran las 3 de la tarde del viernes 1º de abril de 1927. Anacleto recitó el acto de contrición. Aún de pie, a pesar de sus terribles dolores, con voz serena y vigorosa se dirigió al General Ferreira, que presenciaba la tragedia:

«General, perdono a usted de corazón; muy pronto nos veremos ante el tribunal divino; el mismo Juez que me va a juzgar será su Juez; entonces tendrá usted un intercesor en mí con Dios».

Los soldados vacilaban en disparar sobre él. Entonces el General hizo una seña al capitán del pelotón, y éste le dio con un hacha en el lado izquierdo del torso. Al caer, los soldados descargaron sus armas sobre el mártir.

Con la última energía, trató de incorporarse Anacleto. Y exclamó: «Por segunda vez oigan las Américas este grito: “Yo muero, pero Dios no muere. ¡Viva Cristo Rey!”». Se refería al grito que lanzó García Moreno en el momento de ser asesinado. García Moreno, presidente católico del Ecuador, era uno de sus héroes más admirados, cuya historia conocía al dedillo. Anacleto tenía 38 años. Casi a la misma hora, en un patio interior del cuartel, eran fusilados tanto Luis Padilla como Jorge y Rafael Vargas González. Al tercero de los hermanos Vargas, Florentino, lo dejaron libre, por considerárselo el menor de ellos.

Los cadáveres fueron transportados en ambulancia a la Inspección de Policía, y allí arrojados al suelo para que sus familiares los retiraran. Por la noche se instaló una capilla ardiente en el humilde domicilio de González Flores. La joven viuda acercó a sus hijitos al cadáver:

«Mira, dijo, dirigiéndose a su hijo mayor, ése es tu padre. Ha muerto por confesar la fe. Promete sobre este cuerpo que tú harás lo mismo cuando seas grande si así Dios lo pide».

Guadalajara entera desfiló ante sus restos mortales, pese a los obstáculos puestos por las autoridades. Algunos mojaban sus pañuelos en los coágulos que quedaron en la palangana cuando el aseo del cuerpo, otros tijereteaban su ropa para llevarse consigo alguna reliquia. Alguien le preguntó al mayor de los hermanitos sobre la causa de la tragedia y el niño contestó, señalando el cadáver de su padre: «Lo mataron porque quería mucho a Dios». Una multitud lo acompañó hasta su tumba.

De él diría Mons. Manríquez y Zárate: «En el firmamento de la Iglesia Mexicana, entre la inmensa turba de jóvenes confesores de Cristo, se destaca como el sol la noble y gallarda figura de Anacleto González Flores, cuya grandeza moral desconcierta y cuya gloria supera a todo encomio».

A su muerte, así cantó el poeta:

   ¡Patria, Patria del alma!;
   Patria agobiada, sí, mas no vencida.
   La sangre de tu hijo
   es tu manjar de fortaleza y vida.
   ¡Anacleto!
   Trigo de Dios fecundo
   plantado en la llanura sonriente
   de Jalisco, no has muerto para el mundo.
   Ayer humilde grano...
   eres ya espiga de oro refulgente
   y alimentas al pueblo mexicano.

Grande fue mi emoción cuando me arrodillé delante de las lápidas que cubren los cuerpos de los dos héroes de la fe: Miguel Gómez Loza y Anacleto González Flores, en el Santuario de Guadalupe de Guadalajara. En la de Anacleto leí esta frase imperecedera:

Verbo Vita et Sanguine docuit, enseñó con la palabra, con la vida y con la sangre. He ahí el martirio en su sentido plenario. Porque martirio significa testimonio. Y cabe un triple testimonio: el de la palabra, por la confesión pública de la fe; el de la vida, por las obras coherentes con lo que se cree; y finalmente el de la sangre, como expresión suprema de la caridad y de la fortaleza. Anacleto dio testimonio con la palabra, y en qué grado; por las obras, y con cuánta abundancia; con la sangre, y tras cuáles torturas. Es, pues, mártir en el sentido total de la palabra.

El 15 de octubre de 1994, la Arquidiócesis de Guadalajara abrió, con toda solemnidad, en el Santuario de Guadalupe, el proceso diocesano de canonización de ocho hombres que en Jalisco dieron su vida por la fe, entre ellos Miguel Gómez Loza, a quien nos referimos ampliamente; Luis Padilla, el amigo de nuestro héroe; Jorge y Ramón Vargas González, compañeros de martirio de Anacleto; el arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez, tan unido a nuestro mártir; y, como es obvio, Anacleto González Flores. En presencia de sus familiares, hijos, sobrinos y nietos, que sostenían sus retratos junto al altar, se leyó una síntesis de la vida de cada uno de ellos. En la ceremonia ondearon las banderas de todos los movimientos de la Acción Católica y de la Adoración Nocturna, de las que estos siervos de Dios fueron miembros y fundadores.




    
Fuente: P. Alfredo Sáenz, SJ, Arquetipos Cristianos,
Fundación Gratis Date, Pamplona 2005,
Págs. 184-200.



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