domingo, 16 de junio de 2013

Cardenal Pie, Obispo de Poitiers - José María Iraburu

Cardenal Pie, Obispo de Poitiers
José María Iraburu


I. Lúcido y valiente

–Perdone, pero ¿este escrito suyo no es un plagio del libro del P. Sáenz?
–Bueno, en realidad toma por base el libro del P. Alfredo Sáenz, S. J., El Cardenal Pie, lucidez y coraje al servicio de la verdad (Ed. Nihuil - Ed. Gladius, Buenos Aires 1987; hay nueva edición en Gladius 2007, 538 ps.). Pero tanto como un plagio no es. El P. Sáenz es buen amigo mío y me lo consiente con todo gusto. En la Fundación GRATIS DATE le hemos publicado tres preciosas obras suyas (Catálogo FGD). Él a su vez escribió su libro tomando como base la obra de Mons. Baunard, Histoire du Cardinal Pie, Ed. H. Oudin, 18862, vols. I-II; y la de Jean Creté, Vie du cardinal Pie, 1980. Unos y otros citan los textos de Oeuvres de Monseigneur l’évêque de Poitiers, Paris-Poitiers, Ouidin 1886-1879, vols. I-IX.

Louis Edouard Pie (1815-1880), hijo de un zapatero, nace en un pueblecito de la diócesis de Chartres, estudia en un colegio y en el Seminario Menor de esa ciudad, en 1835 ingresa en el Seminario de San Sulpicio, cerca de París, es ordenado sacerdote en 1839 y Obispo de Poitiers en 1849, donde ejerce su ministerio pastoral durante treinta años, hasta su muerte, siempre bajo el lema mariano Tuus sum ego, que hace suyo ya al recibir el subdiaconado. A mediados del XIX, cuando parte del episcopado francés era galicano y otra parte ultramontano, según se inclinase a una cierta autonomía de Roma o profesara una fidelidad total a la Sede romana, el Obispo de Poitiers se adhiere siempre en doctrina y disciplina a Roma, como todos los obispos de la zona eclesiástica de Burdeos, a la que pertenece Poitiers. Muerto el Beato Pío IX (1878), con quien mantenía una relación personal y cordial muy estrecha, su sucesor, León XIII, en uno de sus primeros actos, creó Cardenal al Obispo de Poitiers (1879). 

Mons. Pie, desde su ordenación episcopal, se mostró sumamente devoto de San Hilario de Poitiers (310-367) –el gran defensor, con San Atanasio, de la divinidad de Cristo frente a los arrianos–, procurando en todo seguir su ejemplo y citando sus escritos con gran frecuencia. Cuidó siempre especialmente de los sacerdotes y de los religiosos. A semejanza de San Carlos Borromeo en referencia a San Ambrosio de Milán, fundó Pie los Oblatos de San Hilario, para sacerdotes diocesanos con vida comunitaria. Celebró veinte Sínodos diocesanos, procurando siempre en ellos la buena formación doctrinal de su clero, su fervor espiritual y pastoral, y si fidelidad disciplinar. 

Poitiers es un lugar de Francia de muy especial significación histórica. –En la batalla de Poitiers es donde los francos, dirigidos por Carlos Martel, logran una victoria militar definitiva sobre los invasores islámicos (732), salvando la autonomía y el cristianismo de las naciones europeas. –Cerca de la ciudad de Poitiers está la abadía de Ligugé, cuna de la vida monástica en las Galias. Fue fundada en el año 361 por San Martín de Tours (316-397), discípulo de San Hilario, obispo de Poitiers, que le cedió el terreno de una antigua villa romana. Este monasterio fue rescatado de las ruinas por Mons. Pie y su íntimo amigo dom Guéranger (1805-1875), restaurado en Solesmes de la vida monástica en Francia, que había sido eliminada por la Revolución. –La Vendée, perteneciente a la diócesis de Poitiers, fue misionada por San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), y presentó la resistencia y la guerra más valiente contra las fuerzas anticristianas de la Revolución (1793-1796). 

Las tinieblas mundanas del siglo XIX fueron especialmente oscuras en Francia, durante la vida de Mons. Pie. A partir del luteranismo, que rechaza a la Iglesia y a la Escritura, en cuanto Palabra divina, reduciéndola por el libre examen a palabra de hombre, y que rompe en trozos contrapuestos la unidad de la Cristiandad, se llega derechamente al Siglo de las luces, a la Ilustración, en gran parte difundida por los enciclopedistas franceses y la masonería, y al estallido de la Revolución Francesa (1789-1792), cuyo espíritu naturalista marca ya el Occidente de modo definitivo, y se va imponiendo más y más a lo largo del XIX en la cultura, la educación, las instituciones y las estructuras políticas a través del liberalismo.


La vida de Mons. Pie transcurre en una Francia, posterior a la Revolución Francesa, que avanza dando tumbos continuamente, con cambios bruscos de régimen, pero ya sellada para siempre por el espíritu del 89, tanto en la restauración de los Borbones (1814), como en la monarquía republicana de Luis Felipe (1830), en la II República (1848), en el II Imperio, con Napoleón III (1848) y en la III República (1870), con Gambetta, Thiers, etc., que da inicio a una serie increíble de gobiernos inestables, unos 50 hasta 1914. Francia, a lo largo del siglo XIX, permanece y crece en el espíritu de la Revolución, afirma los derechos del hombre negando los derechos de Dios y de su Iglesia, retira los crucifijos de los tribunales, hace estatal y laicista la enseñanza, oprime o suprime las órdenes religiosas, controla el nombramiento de los Obispos, etc.

Es, pues, en el XIX cuando se consuma en Francia la configuración cultural y política de la nación en un espíritu naturalista, que se cierra a la gracia, a lo sobre-natural, racionalista, que se cierra a la Revelación divina y a la fe, y liberal, que afirma la libertad del hombre como la fuente única de los valores: «seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5), rechazando toda sujeción a la soberanía de Dios y del orden natural por Él creado y mantenido. 

En medio de este mundo oscuro y perverso, la luz del Obispo de Poitiers fue una antorcha encendida, que llevaba siempre en alto la Palabra de la vida (cf. Flp 2,15-16). Mons. Pie mostró en el siglo XIX una admirable lucidez y valentía para «combatir los buenos combates de la fe» (1Tim 6,12). Su gran Instrucción sinodal de 1854 sobre los principales errores de nuestro tiempo es el antecedente inmediato de los documentos del Papa Pío IX, la encíclica Quanta cura (1864) y el Syllabus o colección de los errores modernos (1864), textos muy notables que el gobierno de Francia (la campeona de «la libertad de prensa») prohibió publicar. 

En estos grandes textos, lo mismo el Obispo de Poitiers que el Papa intentan mostrar con claridad a los cristianos tanto los errores entonces más vigentes como las verdades católicas que han de vencerlos con la luz de Cristo. Mons. Pie combatió, concretamente, con gran fuerza aquellas modalidades de naturalismo y del liberalismo, que afectaban a buena parte de sus hermanos obispos franceses, designados para tal cargo por el Gobierno.

Apoyándose continuamente en la Escritura y en el testimonio de los grandes Padres y Doctores católicos, Atanasio, Hilario, Agustín, Belarmino, el Obispo de Poitiers combate incansablemente el naturalismo imperante en todas sus expresiones, el ateo, el agnóstico, el deísta, el racionalista y liberal, como también el catolicismo liberal que admite el reinado de Cristo en las conciencias, pero que lo considera perjudicial en las naciones.

Hay ya en el mundo muchos anticristos. Así lo afirma el apóstol Juan: «ésta es la hora última, y está para llegar el Anticristo, y os digo ahora que muchos se han hecho anticristos, y por eso conocemos que ésta es la hora última» (1Jn 2,18). El Cardenal Pie, comentando este texto, denuncia el anticristianismo filosófico, moral, social, político, el anticristianismo más radical que niega a Dios Padre, «sustituyendo la realidad de Dios por abstracciones y sueños que fluctúan entre el ateísmo y el panteísmo»; que niega a Jesucristo, el Hijo enviado por Dios, y al Espíritu Santo.

«Es también anticristo el que niega el milagro; anticristo es el que niega la revelación divina en las Escrituras; anticristo el que niega la institución divina de la Iglesia…; anticristo el que niega la superioridad de los tiempos y de los países cristianos sobre los países infieles, o que dice que el cetro de Cristo, suave y bienhechor para las almas, y aun quizá para las familias, es malo e inaceptable para las ciudades y los imperios» (Oeuvres II,194). 

El Obispo de Poitiers, aludiendo a una afirmación muy significativa escrita por un político anticristiano, escribe: «Encarnando en la voluntad de la multitud el derecho supremo de dominar, hemos oído hace poco a la Revolución, en las columnas de uno de sus órganos más autorizados, que el entendimiento entre la Iglesia y la sociedad moderna seguirá siendo imposible mientras no hayamos quitado de nuestros programas la máxima de los Apóstoles, “que es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres”, dado que el artículo fundamental y en adelante indiscutible de nuestras Constituciones es que la ley brotada de las voluntades del pueblo no conoce nada por encima de ella, y que ella se impone, cualquiera que sea [aunque se trate, p. ej., del “matrimonio homosexual” o de la eutanasia, añado yo] a todas las conciencias» (II,682). Mons. Pie declaraba en una ocasión: «sé evidentemente que el Anticristo ha de venir un día, y ha de prevalecer. Pero Dios me guarde de haber figurado entre sus agentes y precursores» (I,681).

La lucha contra la Bestia liberal y contra sus efectos dañosos era librada por el Cardenal Pie de modo total y coherente. A diferencia de muchos de sus hermanos Obispos, él no luchaba solamente contra los efectos nocivos del laicismo anticristiano imperante –cuestiones concretas: el divorcio, la limitación o supresión de la enseñanza privada, etc.–; él luchaba ante todo y sobre todo contra la Bestia laicista del Estado liberal, es decir, contra la causa incesante de la destrucción de Francia, de su ser, de su misión, de su historia, contra la degradación de las leyes, de la cultura, de las instituciones, y consecuentemente, contra la causa principal de la descristianización del pueblo. Otros Obispos, como digo, aceptaban la Bestia secularista y secularizante a veces por una necesidad que consideraban inevitable, pero otras veces incluso por una convicción doctrinal errónea. En este sentido, merecen ser recordadas las últimas palabras de Mons. Pie pronunciadas como testamento en su cátedra episcopal:

«Vosotros todos, mis hermanos, si estáis forzados a ver el triunfo del mal, no lo aclaméis jamás. No digáis nunca al mal “eres el bien”; a la decadencia, “eres el progreso”; a la noche, “eres la luz”; a la muerte, “eres la vida”. Santificaos en el tiempo en que Dios os ha colocado. Gemid por los males y desórdenes que Dios tolera. Oponedle la energía de vuestras buenas obras y de vuestros esfuerzos. Mantened toda vuestra vida pura de errores, libre de impulsos malos. De tal manera que después de haber vivido aquí unidos al Espíritu del Señor, seáis admitidos a no ser sino uno con Él por los siglos de los siglos» (II,732). Amén.


II. Maestro de Papas

–¿No irá usted a poner el magisterio de un Obispo por encima del Magisterio pontificio?
–No, ciertamente. Pero sí quiero señalar, poniendo como ejemplo al Obispo de Poitiers, lo que puede hacer un Obispo, uno solo, cuando toma en serio su condición de Sucesor de los Apóstoles, y no se autolimita en un corporativismo episcopal que, en tiempos de crisis, puede ser muy lamentable.

Los seminarios de Saint-Sulpice, donde Pie se formó –en el de París, concretamente–, daban una buena formación espiritual y cultural; pero entre los profesores algunos eran de tendencia galicana, otros ultramontana. Y la enseñanza doctrinal era ecléctica, ciertamente no tomista, y de escasa calidad.

Católico romano, no galicano. La mayoría de los obispos de Francia eran en aquel tiempo de tendencia más o menos acentuadamente galicana. El galicanismo estimaba que las bulas de los Papas no obligaban en ninguna diócesis de Francia sino después de ser aprobadas por el Gobierno y promulgadas por los obispos. Durante el concilio de Trento fue precisamente la presión del episcopado francés la que impidió la definición del primado del Papa. En 1682, a petición de Luis XIV, la Asamblea General del Clero proclamó «los cuatro principios del galicanismo», que resumo con poca precisión muy brevemente: Pedro y Pablo y sus sucesores recibieron una potestad espiritual, pero no civil; los concilios son superiores al Papa; los cánones eclesiásticos son válidos, pero también obligan las tradiciones de la Iglesia de Francia; el Papa no es infalible sin el consentimiento de la Iglesia. Esos cuatro principios fueron condenados por Alejandro VIII, y también por Inocencio XI. Y en 1693 Luis XIV se vio obligado a retirarlos, pero la doctrina galicana nunca fue abjurada y de hecho siguió vigente hasta el concilio Vaticano I.

Amigo de Dom Guéranger. Una de las miserias más graves del galicanismo era que casi todas las Diócesis francesas, al menos las más importantes, tenían su liturgia propia o la tomada de alguna otra Diócesis, teniendo cada liturgia su propio misal y breviario. Dom Guéranger, en el segundo volumen de sus Instituciones litúrgicas (1841) denunciaba las liturgias particulares diocesanas, permitidas o promocionadas por los obispos, en las que no pocas veces iban implicados errores galicanos, jansenistas y antirromanos. Y recordaba a todos –a todos los obispos también, claro– que el Concilio de Trento y el Papa Pío V habían ordenado que se estableciera la liturgia romana en toda la Iglesia latina , y que en todas las Iglesias de Europa se había obedecido, menos en Francia. 

El libro de Dom Guéranger recibió algunos apoyos, pero fue atacado con gran violencia por no pocos Obispos y escritores franceses. Uno de ellos escribía en la Revue ecclesiastique: «¿No van a servir para nada tantas victorias conseguidas en los siglos pasados contra la omnipotencia papal? Siguiendo el mal ejemplo de otras naciones, Francia va cediendo poco a poco ante la idea seductora de una unión más perfecta con el centro de la cristiandad. Es una tendencia que arrastra a las Iglesias nacionales a renunciar a sus derechos consuetudinarios y a sus tradiciones religiosas para ponerse bajo la dependencia absoluta de Roma… Muchos de los obispos se callan y otros dan su plena aprobación a ese movimiento de deserción». La batalla fue durísima, y escasa la ayuda de Roma, que estaba conforme con Dom Guéranger, pero que temía perder la unidad con los obispos de Francia.

Cuando se estableció la II República (1848), claramente anticlerical, trajo sin embargo ciertas libertades que para la Iglesia fueron beneficiosas. Entre ellas, autorizó a celebrar Concilios provinciales durante un año, y se celebraron doce inmediatamente (1849-1850), llegándose en casi todos ellos al acuerdo de asumir la liturgia romana. En pocos años más –fue un milagro–, el rito romano era aceptado por fin en las diócesis de Francia. El Señor obró este milagro muy especialmente a través de Dom Guéranger, y gracias al apoyo decidido de algunos Obispos valientes, como el de Poitiers. Ambos fueron sin duda los instrumentos principales elegidos por Dios para la romanización de la Iglesia en Francia y para la superación del galicanismo. Los dos estaban unidos por una gran afinidad espiritual y amistosa. Y a Mons. Pie le correspondió el honor de predicar en Solesmes la Oraison funèbre du T. R. P. Dom Prosper Guéranger, abbé de Solesmes (4-IV-1875). 

Católico y tomista, que no es poca cosa, y más en su tiempo. En los Seminarios franceses, también en los de Saint Sulpice, no se seguía a Santo Tomás, el cual ha sido prescrito durante tantos siglos por Papas y Concilios como guía principal en los estudios filosóficos y teológicos (cf. también en el Vaticano II, OT 16; Código Derecho Canónico c. 252,3). Por el contrario, se proponían entonces sistemas filosóficos diversos, precarios y extraviados. Era capaz Pie de ver estas deficiencias, y por su empeño personal trató de superarlas, sobre todo siendo ya sacerdote. Estudió por su cuenta lo mejor que pudo la sagrada Escritura, los Padres principales de la Iglesia, y concretamente a Santo Tomás. Él, como también su amigo Dom Guéranger, entendieron perfectamente que para enfrentar y superar la avalancha de errores filosóficos y teológicos vigentes en aquel siglo, no solo en el mundo sino también dentro de la Iglesia, eran necesarios hombres de fe que estuvieran bien formados en las grandes verdades católicas. Con este fin Mons. Pie multiplicó sus escritos y conferencias, celebró veinte Sínodos diocesanos en sus treinta años de Obispo, y fundó en Poitiers en 1875 la Facultad de Teología, encomendando la docencia a la Compañía de Jesús, que había de enseñar, como venía haciéndolo durante tres siglos en el Colegio Romano, según la ortodoxia católica y el magisterio de Santo Tomás. En una conferencia decía a sus sacerdotes:

«Santo Tomás ha faltado a nuestros contemporáneos, incluso a aquellos mismos que lo nombran con respeto, que le toman, cuando es necesario, algunos textos sueltos, pero que no lo han frecuentado para conocerlo, y para quienes tanto su doctrina como su método permanecen como un libro sellado. La filosofía, en particular, no ha sabido sino extraviarse desde que no lo tuvo por guía, y no volverá a ser digna de ella misma sino retomando sus huellas durante tanto tiempo abandonadas» (II,576). Esta revalorización del tomismo sería más tarde impulsada por León XIII.

Reprueba la Vie de Jésus de Renan. El prestigioso historiador, filólogo y filósofo Joseph Ernest Renan (1823-1892), publicó en 1863 La vida de Jesús, una obra racionalista y liberal, muy erudita y literariamente atrayente, en la que negaba el carácter divino de Jesucristo y de la Iglesia, y con la que colaboró en su tiempo muy eficazmente a la causa de la descristianización de Francia y de Europa. En medio de un silencio episcopal generalizado, el Obispo de Poitiers se atrevió a condenar públicamente esta obra en el mismo año de su publicación (Oratio sinodalis, qua condemnatur liber cui titulos: Vita Iesu, auctore Ernest Renan, etc., IX Sínodo diocesano, 1863) . 

En esta acción valiente el Obispo de Poitiers actuó solo, cumpliendo con su deber de Obispo-vigilante. No tuvieron muchos apoyos episcopales Atanasio o Hilario cuando combatieron el arrianismo, ni tampoco los tuvo San Agustín, obispo de la pequeña diócesis de Hipona, cuando combatió las doctrinas de su contemporáneo Pelagio. Tampoco los tuvo el obispo de una pequeña diócesis de España cuando a fines de 2007 publicó su escrito El libro de Pagola hará daño. Pues bien, el Obispo de Poitiers, siguiendo el ejemplo de los santos Pastores, alertó a sus fieles de los gravísimos errores de esta obra de Renan, impidiendo que el lobo hiciera estragos en su rebaño. Esto, como era de prever, le atrajo a Mons. Pie un alud de críticas despiadadas, a las que él se mostraba invulnerable:

«Vosotros me habláis de mis pruebas personales. Sería quizá presuntuoso decir que esas pruebas me son dulces, me son queridas. Un obispo que no bebe en el cáliz de su Maestro, ni en el del Jefe visible del episcopado, podría preguntarse con inquietud si es verdaderamente discípulo de Cristo, si es defensor suficientemente esforzado del Vicario de Cristo» (II,154).

Unido a Pio IX en el combate contra los errores modernos. El Obispo de Poitiers, en 1854, le comunicaba a Dom Guèranger: «Voy a escribir sobre el tema de los errores contemporáneos. Oigo en mí una voz clara de la conciencia pidiéndome que aborde ante todo la necesidad del sobrenaturalismo» (I,536). El ambiente espiritual y doctrinal en Francia, también en no pocos obispos y profesores de teología, apestaba a naturalismo y liberalismo, pues había invadido todas las esferas más altas de la nación. «París es malo hasta en sus buenos» (I,537). Ya en Roma se estaban preparando textos que, recogiendo las enseñanzas de Pio IX, señalaran y refutaran los errores de la época, y que salieron a la luz en 1864, la encíclica Quanta cura y el Syllabus o colección de los errores modernos. Para la elaboración de textos tan importantes, fueron consultados algunos Obispos más señalados por su calidad doctrinal, entre ellos Mons. Pie, que ya había celebrado un Sínodo diocesano sobre ese mismo tema y con ese mismo título. 

En efecto, prólogo inmediato a los grandes documentos citados del Papa Pío IX fue la Troisième instruction synodale de Mgr. l’évêque de Poitiers à son clergé diocésain, assemblé pour la retraite et le synode (julliet 1862 et août 1863) sur les principales erreurs du tempos présent. En su instrucción Mons. Pie rechaza con energía el falso Cristo presentado por autores, a veces pretendidamente católicos, enfermos mentales de naturalismo, racionalismo y de historicismo crítico. Y denuncia a quienes, al mismo tiempo, propugnan una ética sin Cristo, sin fe, sin Iglesia, sin sacramentos, sin la gracia divina. Escribe Pie citando las palabras de un enemigo de la Iglesia: «una liga europea se ha formado con el fin confeso de componer un cuerpo de ejército que pueda resistir gloriosamente a las doctrinas que la Revelación quiere imponer al espíritu humano» (I,619-620). En efecto, la literatura y el teatro, la novela y los diarios, todo se unía en un frente naturalista que procuraba cerrar la sociedad a todo influjo de lo sobre-natural, es decir, de la gracia del Salvador. 

Como era de prever, volvió a caer sobre Mons. Pie una avalancha de duras críticas, procedentes también de los católicos liberales, especialmente de los políticos, y entra ellas estaba una carta del Ministro de Cultos, transmitiéndole el disgusto del emperador. Ya Napoleón III lo había mandado llamar después de una carta sinodal publicada con tesis semejantes en 1855. Pero estas impugnaciones, en lo personal más íntimo, no hacían sobre el Obispo de Poitiers un efecto mayor que el ataque de un mosquito. 

Maestro de varios Papas. Hubo entre el Obispo de Poitiers y el Papa Beato Pío IX, como hemos visto, una colaboración personal y una gran coincidencia de pensamientos, concretamente en todo lo referente a la descripción y refutación de los errores modernos. Y la contribución de Pie al Concilio Vaticano I, sobre todo en el dogma de la infalibilidad pontificia fue, entre los Obispos franceses, quizá la más importante. 

También León XIII, Papa (1878-1903), que creó Cardenal al Obispo de Poitiers (1879), recogió a veces, en citas implícitas, textos suyos. 

Uno de los «plagios» pontificios más notables fue sobre aquel texto de Pie: «Hubo durante mucho tiempo, en el seno de la sociedad humana y fuera del claustro, un mundo que se mantenía sinceramente cristiano. Hubo durante mucho tiempo, en todas las condiciones y estados de la vida», etc. (III,629-630). León XIII, con la misma intención apologética, escribe en la encíclica Immortale Dei (1885, n.28): «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados», etc. Si se comparan completos ambos textos, se advierte un gran paralelismo doctrinal.

El magisterio de Mons. Pie, después de su muerte, influyó también notablemente, a medio siglo de distancia, sobre San Pío X, Papa (1903-1914). Un artículo de Fr. Nicholas Pinaud, Pius X and Cardinal Pie (23-X-2006) recoge en doble columna textos paralelos, en los que San Pío X hace suyos o parafrasea párrafos enteros del Cardenal Pie. Es muy notable. 

La devoción de Pío X por Pie venía de bastantes años antes. Cuando Mons. Sarto se aplicó al aprendizaje del francés, leyó con gran atención las obras del Obispo de Poitiers, llegando a decir: «es mi maestro». Él también, siendo Obispo de Mantua, convocó varios sínodos diocesanos, y renovó la diócesis en nueve años, siguiendo los ejemplos de Mons. Pie. Ya siendo Papa, al recibir la visita de un sacerdote de Poitiers, ordenado por Mons. Pie, le felicitó por tal hecho, y mostrándole su biblioteca personal, le mostró las Obras completas del Obispo de Poitiers, diciéndole: «hace años que no paso casi un día sin leer algunas de sus páginas».

Otro hecho muy significativo. San Pío X, en su primera encíclica E supremi apostolatus, de 1903, expresó como intención y lema fundamental de su pontificado Restaurar todas las cosas en Cristo. Y Mons. Pie, en 1849, al tomar posesión de la sede de Poitiers, había escrito a sus diocesanos: «Si hubiera de dar una consigna, sería ésta: Restaurar todas las cosas en Cristo».

Y el lema episcopal del Obispo de Poitiers, Tuus sum ego, un siglo más tarde, fue precisamente el elegido por el Papa Juan Pablo II.


III. El naturalismo anti-cristo

–Perdone, pero tengo información cierta de que el personal se va cansando del tema del Cardenal Pie.
–¿Y qué le vamos a hacer?… Le cuento. En Burgos, en la Facultad de Teología, hace años, me encargaron seleccionar en los grandes fondos de la Biblioteca general los libros que debían reunirse en un Seminario de Espiritualidad, poniéndolos más a mano. Y revisando todos esos fondos, acumulados desde el siglo XVI, pude comprobar, p. ej., que había muy pocos ejemplares de las Obras de San Juan de la Cruz, y que por el contrario se hallaban numerosas ediciones de obras como Alfalfa espiritual para las ovejas de Cristo, o bien Reloj ascético para despertar conciencias dormidas, y otros libros semejantes. Se veía claramente que éstos fueron en su tiempo los libros más leídos por el personal, y que pocos leían a San Juan de la Cruz. ¿Y qué le vamos a hacer?… «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). Y el Cardenal Pie dice la verdad. Y yo la digo.

Cristo es Rey, y la Iglesia ora y labora para que reine sobre los hombres y sobre las naciones. Como ya confesamos en posts anteriores (20-21), Cristo es el Rey del mundo: a Él le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18); ya en el presente histórico «vive y reina por los siglos de los siglos», y sabemos además con absoluta certeza de fe que finalmente «todas las naciones vendrán a postrarse en su presencia» (Ap 15,4), y que «su reino no tendrá fin» (Lc 1,33). Esta verdad grandiosa es uno de los temas centrales de la sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

Mons. Pie, recordando las tres primeras peticiones del Padrenuestro –santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo–, escribe: «Jesucristo, al enseñar la oración dominical, dispuso que ninguno de los suyos pudiese cumplir el primer acto de la religión, que es la oración, sin ponerse en relación con todo lo que pueda hacer progresar o retardar, favorecer o impedir el reino de Dios sobre la tierra. Y evidentemente, como las obras del hombre deben estar coordinadas con su oración, un cristiano no es digno de tal nombre si no se emplea activamente, de acuerdo a la medida de sus fuerzas, en procurar este reino temporal de Dios, y en despejar lo que lo obstaculiza» (III,500).

«No queremos que él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). La fe en Cristo Rey y en la conveniencia de que ya en la historia reine en el mundo, una fe siempre viva en la Europa cristiana, comienza a ser negada abiertamente desde los comienzos del siglo XVIII por los filósofos, de los que parte la masonería, la Ilustración, el liberalismo. El espíritu diabólico infunde así en los hombres la convicción de que solamente lograrán ser del todo libres, del todo hombres, cuando se sacudan el «yugo suave y la carga ligera» de Cristo (Mt 11,30), y afirmen con plena decisión, personal y colectivamente. Es el mismo espíritu que le hace decir al Israel rebelde a Yavé: «no te serviré (non serviam)… Somos libres, no te seguiremos» (Jer 2,20.31). 

Esta rebelión de las naciones contra Cristo, iniciada en Occidente y difundida a todos los pueblos que le siguen, es ya la forma cultural y política predominante en nuestra época. Hombres de la cultura, y concretamente los políticos, han sustraído, han robado el mundo a Cristo, su Señor natural. Y llevan siglos destrozando la antigua Cristiandad occidental día a día, más y más, la cultura, las costumbres, la educación, las leyes, la vida política, los medios de comunicación, el pensamiento, el arte, todo. Y aunque no llegan a derribar las Catedrales, ciertamente procuran siempre borrar hasta el menor vestigio secular del antiguo mundo cristiano. 

El Obispo de Poitiers combate el naturalismo y procura que Cristo reine. Como ya comprobaremos más adelante, no pocos católicos de su tiempo, también obispos, sacerdotes y teólogos, como también sucede hoy, asumen el convencimiento de que, efectivamente, Cristo debe reinar en los corazones de los hombres, pero no en la sociedad humana. Estiman que toda forma de colaboración entre Iglesia y Estado, aunque sea perfectamente armoniosa, que «dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21), es una forma de adulterio de la Iglesia, esposa de Cristo, con el mundo secular. Consiguientemente piensan y dicen que la historia de la Iglesia se torció gravemente ya desde los tiempos de Constantino. El Syllabus de Pío IX (19-55) contradice frontalmente estos planteamientos. Dice Mons. Pie:

«Es una proposición explícitamente condenada por la Iglesia aquella que afirma que la cristianización del poder y de las instituciones políticas por parte de Constantino y sus sucesores fue en sí misma una cosa negativa. Nada que pertenezca a la necesidad del orden y a las exigencias de la verdad puede ser negativo. La transformación cristiana del régimen social era una consecuencia que debía seguirse lógicamente a la de los miembros individuales de la sociedad. La expansión del Evangelio había de traer con el tiempo la conversión de los Césares en cuanto Césares, y no solamente como particulares. Eternizar el muro de separación entre el hombre privado y el hombre público hubiese implicado instaurar en el mundo el sistema del dualismo maniqueo, error principal contra el cual se dirigieron los primeros documentos de la polémica cristiana» (IX,168).

Contra el naturalismo y otros errores modernos. En la Troisième instruction synodal de Mgr. l’évêque de Poitiers à son clergé diocésain (julliet 1862 et août 1863) sur les principales erreurs du temps présent, Mons. Pie denuncia con gran fuerza la posición de los que se llaman «católicos independientes», que excluyen «prudentemente» a Cristo de la vida social: éstos son realmente los adúlteros, que se concilian con el mundo secular, y que se alían con aquellos que rechazan el reinado social de Cristo. Combate contra los «emancipadores» o «secularizadores»; y más aún contra los «deístas racionalistas», que, acompañados por panteístas, materialistas y ateos, rechazan lo sobrenatural como algo falso e imposible:

«En este sistema, la naturaleza se convierte en una suerte de recinto fortificado, donde la criatura se encierra como en su dominio propio y del todo inalienable. Allí se instala como si fuese completamente dueña de sí misma, munida de imprescriptibles derechos, teniendo que pedir cuentas, sin nunca tener que darlas. Desde allí considera las vías de Dios, sus proposiciones y decisiones, o al menos lo que se le presenta como tal, y juzga de todo con absoluta independencia. En suma, la naturaleza se basta, y poseyendo en sí su principio, su ley y su fin, se construye su propio mundo, y se convierte poco a poco en su dios…. Allí está el fundamento de la doctrina de la soberanía del hombre, encarnada [políticamente] en la soberanía del pueblo» (VII,191-192). A eso hoy se le llama a veces «inmanentismo», «secularismo», «laicismo» radical.

El naturalismo rechaza, pues, absolutamente la Revelación y la gracia sobre-natural de Cristo. Y «se puede decir que así como el cristianismo es la afirmación de toda verdad y de todo bien, el naturalismo es el reino absoluto de la mentira y del mal» (VII,193). El Obispo de Poitiers expresa abiertamente lo que los naturalistas piensan, sienten y quieren:

«Si bien es cierto que me avergüenzo de todo lo que me degrada por debajo de mi naturaleza, tampoco siento atractivo alguno hacia lo que tiene a elevarme por encima [la fe, la gracia, la esperanza de una gloria eterna, la deificación cristiana]. Ni tan bajo, ni tan alto. No quiero ser ni bestia, ni ángel; quiero ser solamente hombre… Quedo, pues, agradecido a Dios por sus generosas intenciones, pero no aceptaré ese beneficio, que sería para mí una carga. Pertenece a la esencia de todo privilegio el que pueda ser rehusado. Y ya que todo ese orden sobrenatural, toda esa revelación, es un don de Dios, gratuitamente sobreagregado por su liberalidad a las leyes de mi naturaleza, yo me atendré a mi condición primera: viviré según las leyes de mi conciencia, según las reglas de la razón y la religión natural. Y Dios no me negará, después de una vida honesta y virtuosa, la única felicidad eterna a que aspiro, el premio natural de las virtudes naturales» (II,382-383).

El que se ensalza será humillado. En el fondo, el naturalista piensa que la gracia no sana, libera y eleva la naturaleza, sino que la oprime, la esclaviza y la destroza. El cautivo no quiere ser liberado, pues piensa que sus cadenas son collares y pulseras. No quiere el ciego que Dios abra sus ojos para que puedan ver la realidad. No quiere el hambriento ser saciado, ni el enfermo ser sanado. El naturalismo, en realidad de verdad, no es, en modo alguno, exaltación de la condición humana, sino miseria, autolimitación y pusilanimidad. 

«Desgraciado mendigo del camino, el Rey te había invitado a las bodas de su Hijo, al banquete eterno de la gloria», y has desechado la invitación. «Sustancia ingrata, te has rehusado a esta afinidad gloriosa, y serás relegada entre los desechos y las deyecciones del mundo de la gloria; porción resistente del metal puesto en el crisol, serás arrojado entre las escorias y los residuos impuros» (II,385).

Jamás la gracia de Cristo y de la Iglesia ha deprimido la naturaleza del hombre, sino que la ha sanado y ensalzado hasta unas alturas de perfección sobrehumana, personal y social, nunca conocidas en la historia. La misma razón, teóricamente ensalzada por el naturalismo, ha venido a ser negada y atrofiada por el racionalismo naturalista, y bien puede decirse hoy que la filosofía ha muerto. Por eso «si aún queréis encontrar algún hombre que haya verdaderamente conservado la fe en la razón humana, buscadlo en las filas de quienes han guardado la fe cristiana en sus corazones» (II,412).

El naturalismo es el Anticristo. «El naturalismo es lo más opuesto que hay al cristianismo. En su esencial el cristianismo es completamente sobrenatural, o mejor, es lo sobrenatural mismo en sustancia y en acto. Dios es sobrehumanamente revelado y conocido, sobrenaturalmente amado y servido, sobrenaturalmente dado, poseído y gustado. Así es todo el dogma, toda la moral, todo el culto y todo el orden sacramental cristianos. Se supone ciertamente la naturaleza, y de manera indispensable, en la base de todo; pero esa naturaleza resulta por todas partes superada. El cristianismo es la elevación, el éxtasis, la deificación de la naturaleza creada» (VII,193).

«El naturalismo, hijo de la herejía, es mucho más que una herejía: es el puro anticristianismo. La herejía niega uno o varios dogmas, y que pueda haberlos. La herejía altera más o menos las revelaciones divinas, pero el naturalismo niega que Dios sea revelador. La herejía expulsa a Dios de tal o cual parte de su reino, pero el naturalismo lo elimina del mundo y de la creación» (ib.).

«A este Cristo, nuestro único Señor y Salvador, a este Cristo que es dos veces nuestro dueño, dueño porque hizo todo, dueño porque rescató todo, se lo intenta excluir del pensamiento y del alma de los hombres, proscribirlo de la vida pública y de las costumbres de los pueblos, para sustituir su reino por lo que llaman el puro reino de la razón o de la naturaleza… Tal es el signo de nuestra época, su nota característica, su error, su crimen y su mal» (VII,194). 

El diablo es el padre del naturalismo. El Obispo de Poitiers denuncia con toda claridad que el inspirador principal del naturalismo es el diablo. Él fue el primero que se rebeló contra Dios, y es opinión frecuente entre los Padres que Lucifer no aceptó el misterio de la Encarnación del Verbo, y decidió negar su adoración a un hombre, Jesucristo, por divino que fuera, arrastrando en su rebelión a todos los demonios.

«Juzgándose herido en la dignidad de su condición nativa, se atrincheró en el derecho y en la exigencia del orden natural. No quiso adorar en un hombre la majestad divina, ni recibir en sí mismo un complemento de esplendor y de felicidad derivado de esa humanidad deificada. Al misterio de la encarnación, objetó la creación; al acto libre de Dios opuso su derecho personal; en fin, contra el estandarte de la gracia, levantó la bandera de la naturaleza. “No se mantuvo en la verdad” (Jn 8,44), en la verdad del Dios hecho carne, en la verdad de la gracia y la gloria que emanan de Cristo. Y “fue homicida desde el principio» (ib.), porque juró la muerte del Hombre-Dios desde que el Hombre-Dios le fue mostrado» (V,43). Por eso, cuando Cristo reprochó a los judíos que estaban maquinando su muerte, les dijo: «vosotros tenéis por padre al diablo, y queréis poner en ejecución los deseos de vuestro padre, que es homicida desde el principio» (Jn 8,44).

El naturalismo, pues, es obra del demonio, bajo cuyo influjo están todos los que lo propugnan: son hombres diabólicos; son, en palabras de Cristo, «hijos del diablo». En efecto, la antigua Serpiente, el Dragón infernal, arrojado del cielo con los ángeles que le siguen en su rebelión, según nos refiere el Apocalipsis, intentó hacer abortar a la Mujer de la había de nacer Cristo (Ap 12,4), y no habiendo conseguido matarlo en la cuna (Mt 2,13), ni vencerlo en la cruz, dejándolo para siempre en el sepulcro, al ver que se eleva glorioso hacia el trono celeste (Ap 12,5), «se enfureció el Dragón contra la Mujer [María, la Iglesia], y se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,17). El diablo pretende que toda la humanidad se una a su rebelión contra Cristo. Ésta es la substancia del naturalismo, aunque hemos de precisar más adelante, con el favor de Dios, que se da en formas muy diversas, más mitigadas o radicales. Pero ésa es siempre en el fondo su substancia:

«Todo el trabajo del infierno se traduce fatalmente en el odio a Cristo, en la negación del entero orden de la gracia y de la gloria. La herejía de los últimos tiempos es el naturalismo, y ha debido llamarse así porque el naturalismo es anticristiano por excelencia» (V,45). Reúne en sí todas las herejías posibles. Es anticristiano y diabólico.


IV. El relativismo liberal vigente

–Lo reconozco, aunque me cuesta mucho: el tipo este, Pie, era un fenómeno, un tipo formidable.
–Ya se lo decía yo. «El tipo este», como usted dice, el Obispo de Poitiers, fue un gran Obispo católico, uno de los mayores de su tiempo.

El liberalismo, a partir del siglo XIX, impone el naturalismo en todos los ámbitos, en la política y las leyes, en la cultura y la educación, en la pedagogía y el arte, en todo. Su definición es muy sencilla. El liberalismo es la afirmación absoluta de la libertad del hombre por sí misma; es la afirmación soberana de su voluntad al margen de la voluntad de Dios o incluso contra ella. Es, pues, un rechazo de la soberanía de Dios, que viene a ser sustituida por la de los hombres, es decir, en términos políticos, por una presunta soberanía del pueblo, normalmente manipulada por una minoría política, bancaria y mediática. Históricamente, el liberalismo es, pues, un modo de naturalismo militante, un ateísmo práctico, una rebelión contra Dios. Así lo describió ya muy claramente León XIII en su encíclica Libertas, de 1888. Tanto Pie como León XIII distinguen grados muy diversos en el liberalismo, que algunos cristianos, por ejemplo, profesan solamente en referencia a la vida social y política. Pero también muestran cómo la substancia del liberalismo viene a darse en todas sus muy diversas modalidades.

Por otra parte, es muy importante señalar que el liberalismo es el padre del socialismo y del comunismo. Ellos son sus hijos naturales, como Pío XI lo explica claramente en la Divini Redemptoris, de 1937. Son todos de la misma sangre: «seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5); «no queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). El Estado liberal, socialista o comunista, como forma política y cultural impuesta al pueblo de modo suave y sutil o violento y revolucionario, pero en todo caso diabólico, se constituye como una contra-Iglesia, apropiándose de todas las funciones del reinado de Cristo sobre la sociedad. Históricamente no surge así un Estado pagano, sino un Estado apóstata, pues nace en pueblos de secular filiación cristiana. Y no es, por tanto, un Estado neutral y simplemente laico, sino anti-cristiano, antiCristo. 

Un mundo sinDios y contraDios se hace necesariamente anti-humano. Mons. Pie, en medio de un ambiente liberal tan generalizado, que afectaba a no pocos obispos, sacerdotes e intelectuales católicos, entendió perfectamente la condición tiránica congénita al naturalismo liberal, y lo que es más, se atrevió a denunciarla con toda fuerza. Vino a ser de este modo una luz en las tinieblas, y su enseñanza, lúcida y valiente, apoyó y preparó las preciosas encíclicas antiliberales de los Papas, afirmándose en su tiempo con muy pocos apoyos –uno de los principales fue el de Dom Guéranger, gran liturgista, pero también gran apologista: tanto que algunos le llamaban Dom Guerrier (Dom Guerrero)–.

Mons. Pie denuncia a un mundo moderno que quiere construirse sinDios, y por tanto contraDios, como un mundo anti-humano. «So pretexto de escapar a la teocracia imaginaria de la Iglesia, hay que aclamar otra teocracia tan absoluta como ilegítima, la teocracia del César, jefe y árbitro de la religión, oráculo supremo de la doctrina y del derecho; teocracia renovada de los paganos, y más o menos realizada ya en el cisma y la herejía, en espera de que tenga su pleno advenimiento en el reino del pueblo sumo-sacerdote y del Estado-Dios, con que sueña la lógica implacable del socialismo. Es decir, a fin de cuentas, que la filosofía sin fe y sin ley ha pasado en adelante de las especulaciones al orden práctico, se ha constituido en reina del mundo, y ha dado a luz la política sin Dios.

«La política así secularizada, tiene un nombre en el Evangelio: allí se la llama “el príncipe de este mundo”, el príncipe de este siglo (Jn 12,31; 1Cor 2,6-8), o bien asimismo “el poder del mal, el poder de la Bestia” (Ap 11,7; 13,4). Y este poder (…) con una rapidez de conquista que ni siquiera conoció el islamismo, este poder emancipado de Dios y de su Cristo, ha subyugado casi todo a su imperio, los hombres y las cosas, los tronos y las leyes, los príncipes y los pueblos» (III,515-516).

La prepotencia de la política sinDios no tiene límites. Y los católicos liberales, por oportunismo cómplice o por convicción errónea, se pliegan a ella, la aceptan y colaboran con ella, y por tanto unen sus fuerzas con la de los agnósticos y ateos para rechazar en los Estados modernos –liberales, socialistas, comunistas, dictatoriales– todo vestigio de la Autoridad divina y de la realeza de Cristo. Sin ellos hubiera sido imposible una descristianización del Occidente tan rápida, extensa y profunda. Y es así como nace el Leviatán moderno, la Bestia política de poder absoluto:

«Nada admite que pueda sustraerse a su tiránica dictadura. Su proyecto consiste en el sometimiento de la tierra entera a su imperio: “dixit [Nabucodonosor] cogitationem suam in eo esse, ut omnem terram suo subjugaret imperio” (Jdt 2,3)». De modo semejante, la Bestia política moderna «absorbió todo en su autocracia: religión, propiedad, autoridad paterna, corporaciones, leyes, costumbres, libertades, nada ha respetado… No deja en pie a ningún otro ídolo que a sí misma. Toda voz debe ponerse al unísono con su voz. Todo dogma, aun sobrenatural y revelado, acaba por ser un programa sedicioso si está en desacuerdo con sus teorías. Toda conciencia, aun la formada según la ley divina, debe dejarse remodelar y modificar por la conciencia y la ley de los tiempos modernos» (V,404-405).

En el mundo de la política, concretamente, el nombre de Dios se hace impronunciable –los mismos políticos «católicos» lo silencian sistemáticamente–. La Educación para la Ciudadanía será el catecismo obligatorio. Quien no reconozca, por ejemplo, que todas las variantes de la sexualidad son igualmente naturales será expulsado de la vida política –a no ser que guarde cautelosamente su convicción en un silencio absoluto–, podrá ser privado de su profesión docente e incluso penado como un delincuente. No se reconoce la posibilidad de la objeción de conciencia a un médico o a una enfermera que se nieguen a practicar un aborto. Y así sucede en tantas cuestiones. Sencillamente, es imposible que los derechos del hombre sean respetados cuando no se reconocen y respetan los derechos de Dios, en los que aquellos hallan su defensa y fundamento.

El hombre moderno queda así despojado y embrutecido. «El orgullo humano había proclamado solemnemente la decadencia de la religión cristiana, y señalado el término próximo de su muerte. La filosofía suplantaría al Evangelio; el Estado dispensador de toda instrucción, sustituiría a la Iglesia; y el sacerdocio laico cumpliría por su parte el ministerio espiritual de las almas en lugar del viejo sacerdocio al que Cristo había dicho: “id y enseñad”» (II,117-118). Dios ha muerto (Hegel, Nietzsche, Marx, etc.). 

Los resultados históricos de estas enormes mentiras son, sin embargo, para la humanidad trágicos, brutales, degradantes, y confirman que el diablo es «mentiroso, es el padre de la mentira, y homicida desde el principio» (Jn 8,44). No se conocen en la historia siglos tan turbulentos y homicidas como los siglos XIX y XX. Millones y millones de homicidios en guerras y abortos… El hombre, rechazando la elevación deificante que le ofrece el Hijo de Dios hecho hombre, se hunde en abismos de imbecilidad y división, de fealdad, crueldad, mentira y muerte.

«Cuando la presencia de Cristo, que habitando en nosotros por la fe nos eleva a una altura divina, se debilita en nuestras almas, con ella se opaca necesariamente el rayo de luz eterna que constituye el principio de nuestra naturaleza inteligente y moral, de tal suerte que, por una correspondencia tan rigurosa como es real en Jesucristo la unión hipostática del hombre con el Verbo, allí donde el cristiano se eleva, el hombre se eleva con el cristiano, y allí donde el cristiano desciende, el hombre desciende con el cristiano. Si, pues, una sociedad dejase de ser cristiana, se vería cómo la humanidad declina, se desploma, se atrofia cada día más» (III, 635-636). 

«Solo la verdad es amiga de los hombres y de las cosas. El error, como la maldad, mintiéndose primero a sí mismo, miente luego a los que seduce. Rechazando al Cristo que vino que los hombres tengan vida y la tengan con gran abundancia, toda herejía, y con mayor razón toda doctrina incrédula e impía, es ese “ladrón que no viene sino para robar, matar y destruir” (cf. Jn 10,10). (VII,216). «La maldad da muerte al malvado» (Sal 33,22).

«Bien dijo el Sabio: “vanos son por naturaleza aquellos hombres que carecen del conocimiento de Dios” (Sab 13,1)… No son verdaderamente hombres, sino sombras y fantasmas de hombres, de hombres que no se mantienen ya de pie, de hombres inconscientes, fugaces, incapaces ya de captar ni retener nada; generación condenada a la desgracia, que se limita a buscar sus salvadores entre los muertos, como si los muertos pudiesen ofrecer una esperanza de salvación. Si este pueblo es llevado cautivo, si es desmembrado, si es entregado a merced de todos los enemigos de fuera y de dentro, es porque su casa perdió la llave de toda sabiduría y el principio de toda fuerza, al perder el conocimiento de Dios» (VII,207-208).

El mundo sin Cristo se hunde en la miseria. Con admirable lucidez, el Obispo de Poitiers describe las miserias de una sociedad naturalista, liberal, laicista, relativista, «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Y en varias ocasiones lo hace tomando del Evangelio como analogías fundamentales, 

–el hijo pródigo (Lc 14,11-32; V,92), alejado del padre, caído en la miseria moral, hambriento, reducido al servicio de los cerdos, y sin que nadie mire por su bien; 

–los ciegos y sordomudos sanados por Cristo, que no ven ni entienden la realidad, no oyen a Dios, han perdido el habla, la capacidad de comunicarse con Dios y con los hombres (VI,234-235); 

–la mujer encorvada, incapaz de mirar hacia arriba, con su rostro hacia la tierra, como un animal, sujeta así por Satanás dieciocho años (Lc 13,10-17; VI,138-141); 

–aquel muchacho endemoniado, que se tira al fuego y al agua, atormentándose a sí mismo (Mt 17,14-18; VIII,18). En este caso último, los apóstoles, por su poca fe, no han podido librarle de su cautividad diabólica. Es preciso que el padre del joven, y también los apóstoles, acudan a Cristo, el Señor, el único que tiene poder para sanar a los pecadores, ciegos, sordos, mudos y endemoniados de nuestro tiempo y de todos los tiempos.

Cuando un pueblo no da a Dios lo que le debe, es obligado a darlo todo al César, sea éste un rey o un emperador absoluto, un partido único comunista, nazi o fascista, una dictadura, o una democracia socialista o liberal, que todo lo invade, domina y regula. En el fondo, viene a ser lo mismo. Cuando un pueblo rechaza la soberanía del Señor y sacude su yugo, cuando el nombre mismo de Dios queda eliminado de la vida política y social, ciertamente cae bajo el dominio de la Bestia estatal apocalíptica. Y entonces, aquellos cristianos que acepten el sello de la Bestia en la frente y en la mano serán respetados y apreciados, vendrán a ser mundanos, es decir, apóstatas. Y aquellos otros que, con Cristo Rey, se empeñen en combatirla con la oración, la cruz y los medios que tengan a su alcance, serán perseguidos a muerte.


V. Reino de Cristo y mundo secular

–Sigo pensando que este Pie era un tipo formidable. ¿Pero este blog va a tratar ya de él indefinidamente, es decir, para siempre?
–No, hombre, no. Con el próximo, –y VI, ya termino. Aguante un poco más.

Muchos católicos de hoy no entienden nada del tiempo presente. Entienden al revés la historia de la Iglesia y la situación actual. Han asimilado lo que les han enseñado en la escuela, la Universidad, lo que les dicen políticos y periodistas, la literatura, la radio, la TV, y también los autores católicos liberales. Por tanto, están ciegos para ver el mundo presente como robado a Dios y a su Cristo, y como puesto bajo el influjo del Maligno. No acaban de enterarse de que la Bestia estatal trata de dominarlo todo, para sustraerlo cada vez más de Dios y sujetarlo más plenamente a Satanás.

Nuestro Señor Jesucristo reprocha a los judíos resistentes al Evangelio que «no saben discernir los signos del tiempo presente» (Lc 12,56). Siglos antes, por el contrario, los judíos exilados en Babilonia sabían que estaban desterrados en un país idólatra y pagano. Y también los primeros cristianos sabían que, viviendo en el marco del Imperio Romano, habían de padecer persecuciones frecuentes y un pésimo condicionamiento mundano degradante. En cambio –y aquí está el gran error y el gran peligro– los cristianos de los últimos tiempos apenas se enteran de que viven en Babilonia, en un mundo que está en buena parte configurado y gobernado por «el Príncipe de este mundo» (Jn 12,31), o más aún, por «el dios de este mundo» (2Cor 4,4). A estos cristianos, incluso no pocas veces a los mejores, les ha faltado la predicación verdaderamente apostólica: no se han enterado de que «el mundo todo está en poder del Maligno» (1Jn 5,19; cf. Ap 13,1-8). Y es que la historia de la Iglesia es misteriosa, es una historia sagrada, aún más sagrada y misteriosa que la de Israel, y lo mismo que ésta, necesita hagiógrafos que la cuenten y la interpreten. Ésa fue una de las misiones bien cumplidas por el Obispo de Poitiers.

Da pena ver tantos católicos engañados. –Cuando en una revista católica se comenta un suceso horrible, describiéndolo como «un gesto de bárbaros, cruel, salvaje, indigno de una sociedad civilizada: un acto medieval, propio de una cultura retrógrada, basada en conceptos absurdos»; o –cuando un Obispo reprueba indignado ese suceso diciendo: «parece increíble que, en pleno siglo XXI, viviendo en democracia», etc.; o –cuando un político cristiano combate una ley criminal, alegando que no representa el sentir popular, y que por tanto no respeta «la soberanía del pueblo», y en otros casos semejantes, nos damos cuenta de que no pocos fieles, y también Pastores sagrados, viven completamente engañados acerca del tiempo presente. 

Sencillamente: en materias políticas y sociales sobre todo, estos cristianos han asimilado a fondo no pocos errores del mundo moderno, marcado por el relativismo, el naturalismo, el liberalismo. Ya no combaten estos grandes errores, porque más o menos creen en ellos. Y esto, después de todo, no debe sorprendernos demasiado, si recordamos que ya Cristo y sus Apóstoles anunciaron abiertamente que en los últimos tiempos logrará Satanás engañar a muchos (Mt 24,24; 2Pe 3; 1Tim 4; 2Tim 3). Por eso Mons. Pie lucha con todas sus fuerzas contra el Enemigo, procurando desengañar a los cristianos, para liberarlos de él:

«Veo en la Iglesia dos clases de persecuciones: la primera, durante sus comienzos y bajo el Imperio Romano, en la que prevaleció la violencia; la segunda, al fin de los siglos, donde imperará el reino de la seducción. No quiero decir con esto que allí no habrá violencia, así como en la Roma pagana, donde predominó la violencia, no dejó de haber seducción. Pero una y otra se diferencian por lo que en ellas predomina. En la última fase se harán presentes los signos más engañosos que jamás se hayan visto, con la malicia más escondida y la piel de lobo mejor cubierta con piel de oveja» (III,539).

Cristianismo y mundo moderno se contraponen frontalmente. Ya sabemos que esta afirmación, aun siendo evidente, hoy atrae el anatema de muchos cristianos que están engañados por los errores modernos, y que por eso mismo aborrecen el «nefando» Syllabus de Pío IX que los denuncia (1864). Pero ese enfrentamiento Reino-mundo está mil veces enseñado por la Sagrada Escritura, por el Magisterio de la Iglesia, también por el concilio Vaticano II: «a través de toda la historia humana existe una dura batalla», etc. (GS 37b; cf. 13b), y en modo alguno es una enseñanza individual del Beato Pío IX o del Obispo de Poitiers. El mérito de éstos, con pocos pero preciosos apoyos, fue que afirmaron esa verdad con gran fuerza, cuando era ignorada o negada por muchos cristianos, Pastores y teólogos. Ellos ni hicieron sino dar en el mundo el testimonio de la verdad:

«Jamás [como hoy] la lucha entre el hombre y Dios había sido más declarada, más directa. Jamás generación alguna había roto de manera más absoluta toda alianza con el cielo. Jamás una sociedad había dirigido más insolentemente a Dios esta palabra: “¡vete!” ([“vete lejos de nosotros, no queremos saber de tus caminos”] Job 21,14). El hombre ha desterrado a la divinidad del dominio de todas las cosas de la tierra, y ahora reina allí como señor» (I,98-100).

Ante esa abominación, los fieles cristianos, que quieren que Cristo reino y que se niegan a dar culto a la Bestia, claman sin cesar: «Levántate, Señor, que el hombre no triunfe: sean juzgados los gentiles en tu presencia. Señor, infúndeles terror, y aprendan los pueblos que no son más que hombres» (Sal 9,20-21).

Muchos cristianos ignoran hoy que viven en Babilonia bajo el imperio de Satanás. Olvidando o ignorando las enseñanzas del Salvador, confían en la virtualidad salvífica, al menos relativa, de ciertas leyes, de tales partidos políticos o de algunos Organismos internacionales. Ignoran que todas aquellas fuerzas políticas y culturales que se cierran herméticamente a Cristo, y que lo combaten, están actuando bajo el poder del Príncipe de este mundo. Colaboran con ellos sin problemas de conciencia, y si es con un buen sueldo, tanto mejor y con mayor entusiasmo. Creen así en aquellos falsos mesías, que preparan el pleno advenimiento del Anticristo (Mt 24,4-5.24-25)… «Os aseguro que ya muchos se han hecho anticristos» (1Jn 2,18). «Quien no confiesa que Cristo vino en carne es seductor y anticristo» (2Jn 7). «Es anticristo quien niega al Padre y al Hijo» (1Jn 2,22). «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53). 

Estos cristianos engañados no saben que el combate actual por el Reino no es tanto contra hombres de carne, sino contra los demonios que les inspiran y sujetan, y por eso, en su lucha por un mundo mejor, no toman «la armadura de Dios» (Ef 6,12-20). Pretenden afirmar el Reino en el mundo con revistas débiles, manifestaciones festivas, cartas al director, camisetas con lemas, concentraciones juveniles, campañas en internet, etc., acumulando así derrota tras derrota, retrocediendo siempre ante el poder avasallador del Maligno y de los suyos. Todas las actividades aludidas son buenas y bienintencionadas, pero «hay que practicar esto, sin omitir aquello» (Mt 23,23): es decir, sin omitir las rogativas, la oración de la Iglesia en tiempos de aflicción, la penitencia, el rosario, el adiestramiento familiar y catequético para estar en el mundo sin ser del mundo, y ante todo el testimonio bien claro (martirial) de la verdad de Cristo. Esos cristianos engañados, por ignorar tantas verdades, están destinados al fracaso. Cristo anuncia a sus discípulos la persecución del mundo, pero les conforta diciéndoles: «confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Ellos, sin embargo, no pueden vencerlo, porque ni siquiera lo combaten; están ya previamente derrotados, porque en el fondo creen que Satanás y los suyos deben ser quienes gobiernen el mundo secular.

Los cristianos de hoy, ante todo, han de enterarse de quién les está gobernando, y han de saber que el camino actual del mundo secular lleva colectivamente a una perdición temporal y eterna. «Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. ¡Déjenlos! Son ciegos que guían a otros ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt 15,13-14).

«Nada es para mí en la hora actual más desolador que ver esta enorme multitud de hombres, por otra parte serios, que siguen buscando la fuente de todos los males por doquier, excepto donde está, y que siguen esperando la salvación de todo, excepto de aquello que puede conseguirla» (VII,76).

Afirmar la verdad, encender la luz en las tinieblas, es hoy la tarea más urgente de la Iglesia. Así lo nde y lo proclama con especial empeño nuestro Santo Padre, Benedicto XVI. La perdición de los pueblos está en la negación de Dios. Abortos, divorcios, droga, criminalidad, degradación de costumbres, enfermedades mentales, vida desesperada, suicidios, fealdad del arte, ignorancia orgullosa de sí misma, lujuria generalizada, rebeldía, divisiones, nación partida en partidos, que se parten a su vez en más partidos, falsificación de la historia, negación de la propia identidad nacional, disminución tal de la natalidad que ciertas naciones se verán dominadas en unos cuantos años por los inmigrantes que ahora ocupan en ellas lugares serviles, etc.: todo eso viene de la negación de Dios y de su enviado Jesucristo. Por tanto, afirmar a Dios, a Cristo, a su Iglesia, es hoy la misión más urgente de los cristianos. 

«Jamás el globo terrestre ha estado envuelto en una nube más espesa, jamás la humanidad ha caminado por caminos más sombríos y oscuros. Se diría que ha retornado el primer comienzo de la creación, cuando todo era caos y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, no habiendo Dios aún separado las tinieblas de la luz. En pleno día dudamos, tanteamos, tropezamos como en la noche… Y los conductores de los pueblos, más ciegos aún que aquellos a quienes conducen, no logran sino precipitarnos con ellos en una misma fosa» (VIII,167).

Ya vimos que estas mismas verdades eran ya afirmadas en el siglo XVII por santos como La Colombière y Grignion de Montfort (post 4). Pues bien, hoy son verdades más verdaderas, si cabe, pero mucho más silenciadas. Entonces podían decirse, hoy no. Al menos, casi nadie las dice, temiendo verse proscrito.

«Toca a nosotros proclamar más alto que nunca que “no hay sino un solo Nombre bajo el cielo en el que los hombres pueden ser salvados, el nombre de Jesús” [Hch 4,12]… Toca a nosotros proclamar que el cristianismo es inmutable, y que la Revolución que cambió la faz social de Francia y de una parte del mundo, no ha cambiado nada de la obligación positiva en que están todos los hombres de conocer y practicar la religión sobrenatural y divina, única que puede obrar la salvación de las almas» y de los pueblos (III,199). «Volved a colocar la verdad sobre su pedestal; enseguida habrá numerosos hombres, y no tendréis otro problema que el de elegir a alguno de ellos», para que guíe a los otros (VII,260). Ocurre como en los tiempos de la ruina del Imperio Romano: «Romanus orbis ruit, et tamen cervix nostra erecta non flectitur [cae en ruinas el Imperio, pero se mantiene erecta nuestra cerviz] (San Jerónimo). Llenos de horror por el mal, tenemos aún más horror por el remedio. Y porque no estamos dispuestos a suprimir la causa de la enfermedad, la enfermedad es incurable» (VII,76-77).

El reinado social de Cristo es el único plan válido para los pueblos. Todos los otros planes llevan a perdición. Sin embargo, abrumados muchos cristianos por el poder generalizado de Satanás sobre el mundo, se pliegan a ese poder, lo aceptan al menos como inevitable, admiten como irremediable que el poder del Maligno impere sobre el mundo, llegan a pensar que el cristianismo es aplicable solo a personas y familias, o a pequeñas comunidades, pero no a la sociedad. Estiman piadosamente que, por permisión de la Providencia divina, «el mundo todo está bajo el Maligno» (1Jn 5,19), y que no pueden cambiarse los planes de Dios. 

Pero «decir que Jesucristo es el Dios de los individuos y de las familias y no el Dios de los pueblos y de las sociedades, es decir que no es Dios. Decir que el cristianismo es la ley del hombre individual, y no la ley del hombre colectivo, es decir que el cristianismo no es divino. Decir que la Iglesia es juez de la moral privada y doméstica, y que nada tiene que ver con la moral pública y política, es decir que la Iglesia no es divina» (VI,434).

Estos cristianos, que aceptan el naturalismo liberal, consideran quizá que la Europa de Carlomagno, de San Luis de Francia, de San Fernando de España, de San Esteban de Hungría, de los Reyes Católicos fue un sueño pasajero, y que sería una exageración afirmar la histórica realidad milenaria de la Cristiandad (cf. P. Alfredo Sáenz, S. J., La Cristiandad. Una realidad histórica, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005). No combaten, consecuentemente, al Enemigo del género humano, considerándolo invencible, sino que se concilian con él, buscando un lugar favorable en su Imperio siniestro. Todo intento de evangelizar el mundo en su vida social y política sería irrealizable, y por tanto vano, inútil, malo, incluso perjudicial para la Iglesia.

Pero «nada hay de quimérico en el programa [del Evangelio] al que se deben tantos beneficios de primer orden. Lo que es de verdad quimérico, lo que es irrealizable, es el programa de la Revolución, no el de la Iglesia. Cuando la Iglesia pone sus principios, aun cuando impliquen una perfección que no será jamás alcanzada en la tierra, quiere sus consecuencias, todas sus consecuencias. Cuando la Revolución pone sus principios, no quiere sino una parte de sus consecuencias; frena, encadena las consecuencias demasiado generales y extendidas; la consecuencia extrema y total sería el infierno. La Revolución no puede y no quiere ser lógica hasta el fin. La Iglesia puede y quiere serlo siempre: nada en el mundo es más práctico y menos quimérico» (V,189).

Supongamos el caso imposible de un pueblo que viviera cabezabajo, con los pies por alto, y que en consecuencia estuviera abrumado por males innumerables. De poco serviría que les lleváramos medicinas, alimentos, ropa, etc., si no cumpliéramos con aquellos pobres hombres la caridad más urgente: decirles que se pusieran de pie, con la cabeza arriba y los pies en la tierra. Solo la verdad podría liberarlos de sus miserias. Habríamos, pues, de advertirles bien claramente que, si no lo hacían, de ningún modo podrían superar sus males; habríamos de gritarles que, de seguir cabeza abajo ¡no tenían remedio! Y en el supuesto de que, obstinados en su error, no nos quisieran creer, nada nos eximiría del deber fraterno de «darles el testimonio de la verdad», una y mil veces. Ésa fue la norma del Obispo de Poitiers, y ésa es la norma de Cristo y de todos los santos. 


VI. Un gran Obispo

–Por fin. Termina esta serie de posts sobre el Card. Pie, una serie de longitud realmente monstruosa.
–Hombre, larga ha sido, pero tanto como monstruosa no. Yo he publicado libros de 300 o de 1.000 páginas, y no tengo noticias de que hayan provocado en sus lectores infartos, apoplejías, ataques epilépticos ni nada semejante. Por eso espero que a los lectores de este serie de posts no les pase nada.

Los católicos liberales estiman que no debe Cristo reinar sobre el mundo secular, sino solamente sobre las conciencias individuales, las familias o pequeñas comunidades. Así lo veíamos en posts anteriores. Ellos reconocen que a Cristo le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18); pero creen que el bien común de los pueblos se logra mejor si esa autoridad de nuestro Señor Jesucristo no se ejerce sobre las sociedades. Esta posición, aunque no lo quieran quienes la mantienen, lleva consigo inevitablemente la convicción de que el mundo secular debe ser dejado bajo el influjo del Maligno… Pero tal convicción es incompatible con el Evangelio, y solo puede ser mantenida por cristianos infieles. O tontos.

La infidelidad, por muy general que se haga, sigue siendo infidelidad. Se preguntaba el Obispo de Poitiers –se lo preguntaba a mediados del XIX, cuando el 90 % de los cristianos iba a Misa, cuando había vocaciones, etc.–, si el Evangelio que vivía la mayoría de los católicos de su tiempo, tan mundanizados en no pocos pensamientos y costumbres, era «el mismo» que predicaron y vivieron sus antecesores, San Hilario, San Martín de Tours… Porque se trata de

«un cristianismo que capitula cotidianamente ante Satán, que pacta con las pompas del mundo, que amalgama las tinieblas con la luz, a Belial con Jesucristo; un cristianismo que cambia según todo viento de doctrina, que revisa y corrige a cada instante las verdades de la fe, las enseñanzas de la Iglesia, según los prejuicios y las opiniones móviles del tiempo; un cristianismo que duda de sí mismo, y que no tiene ni el coraje ni la dignidad de sus convicciones; un cristianismo demasiado a menudo sin espíritu de penitencia, sin práctica de la mortificación, y que se imagina poder subsistir llevando una vida cómoda y sensual; un cristianismo que relega al segundo o, mejor, al último lugar en nuestros afectos, el sentimiento que debería ser el primero y el más fuerte de todos: maximum et primum (Mt 22,38)», el amor al Señor, nuestro Dios (III,294-295).

Y esta apostasía implícita y tan frecuente en el pueblo cristiano, seguía diciendo, afecta también en ocasiones a sacerdotes y teólogos, y a los obispos que los toleran o los apoyan:

«A la misma teología sagrada se le pide suavizarse, modificar los principios antes invariables. Hay teólogos que se agotan estudiando hasta qué punto podrán flexibilizar lo que durante mucho tiempo fue reputado inflexible… Todas las verdades son disminuidas, todas las virtudes son debilitadas. Y si los cristianos de los viejos siglos retornasen a la tierra, no reconocerían sino fantasmas de cristianos» (III,631).

Los católicos liberales, moderados, combaten a los católicos fieles a la Escritura, a la Tradición, al Magisterio apostólico. Son para ellos unos fanáticos, gente que propugna metas imposibles, cristianos que enfrentan a la Iglesia con el mundo moderno, distanciándola de él irremediablemente. Con frecuencia denuncia Mons. Pie a estos católicos, que en la afirmación de ciertas verdades de la fe ignoradas o negadas no ven sino un escándalo que se agrega al escándalo de quienes las rechazan. Ellos, cuando los apóstoles de la verdad se esfuerzan por hacer su voz más fuerte que la de los apóstoles de la mentira, unen su indignación a la del enemigo. 

Ya el Apocalipsis afirma que un lago ardiente de fuego y azufre aguarda a «los cobardes e infieles» (21,8). Los católicos liberales y moderados son «pacifistas» falsos, que se escandalizan de las luchas del pueblo de Dios con el mundo. Ellos rehuyen el combate que es necesario para la paz, y hacen virtud de su cobardía. Porque la paz verdadera de Cristo es una paz que desciende como don de Dios a través del combate de los cristianos con el mundo diabólico. «No penséis que yo he venido a traer paz sobre la tierra; no he venido a traer paz, sino espada» (Mt 10,34). Basta, pues, de engaños y mentiras dentro de la misma Iglesia:

«Es tiempo de romper esta alianza de la luz y de las tinieblas, de condenar esta frecuentación casi simultánea de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios, esta amalgama impura de los sacramentos cristianos con los misterios totalmente paganos» (IV,135).

Luchemos con buen ánimo por el Evangelio, seguros de la victoria final de Cristo. «Hasta el fin de los tiempos será deber de los verdaderos cristianos, de los hombres de fe y de coraje, trabajar sin descanso por el triunfo del reino de Dios sobre la tierra. Nuestro apostolado nunca deberá ser alcanzado por el descorazonamiento. Y cuando el universo al desplomarse nos trague en sus ruinas, aun entonces habremos de caer teniendo todavía la palabra de salvación en nuestros labios, y afirmando ante los príncipes y los pueblos las leyes que dan vida a las naciones» (IV,6). No importa que seamos pocos, y que sean mucho más numerosos nuestros enemigos: «basta un pequeño número de confesores para salvar la integridad de la doctrina. Y la integridad de la doctrina es la única posibilidad de restablecer el orden en el mundo» (V,203). «La esperanza jamás quedará confundida» (Rm 5,5). Por tanto, «arrojemos todo el peso del pecado que nos asedia, y por la paciencia corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús» (Heb 12,1-2).

«“¿No sabéis que los santos han de juzgar al mundo?” (1Cor 6,2). El cristiano que acepta el puesto de los acusados se engaña de lugar: lo que le compete no es el banquillo de los acusados, sino el tribunal del juez. Es el cristiano quien tiene el metro en sus manos. No se deje mensurar en la medida del hombre y de los criterios del hombre aquel que posee el metro divino y los criterios de Dios. No se deje reformar según las doctrinas cambiantes de este siglo aquel que debe reformar este siglo según la regla invariable que le ha sido dada, la palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia» (III,123-124). «Hijos míos, vosotros sois de Dios y habéis vencido a esos falsos profetas, porque Aquel que está en vosotros es más grande que el que está en el mundo» (1Jn 4,4). 

«A nosotros nos toca responder con el grito de guerra del arcángel victorioso: Quis ut Deus? A nosotros nos corresponde combatir el buen combate en esta gran lucha en que tenemos a nuestro favor cuatro mil años de promesa y dos mil de victoria» (IX,513). Nos toca a nosotros combatir con esperanza por la paz, sirviendo al Príncipe de la paz, Jesucristo: «yo formo la luz y yo doy la paz» (Is 45,7). Es Cristo el único que puede darnos la paz que el mundo no puede dar (Jn 14,27). «Por la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rm 5,1). Dando gloria a Dios en el cielo, traemos la paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14).

¿Es la doctrina del Obispo de Poitiers la misma del Magisterio apostólico actual? Por supuesto que sí, es la misma porque es verdadera, y la verdad de Cristo permanece para siempre. Concretamente, la condena del naturalismo liberal hecha con tanto fuerza por Mons. Pie sigue siendo mantenida por la Iglesia, aunque lo haga con menos frecuencia y con otro tono: «es preciso que reine Cristo». La Iglesia sigue condenando todo naturalismo, liberal y secularista, que propugne: «no queremos que Cristo reine sobre nosotros». La enseñanza del Obispo de Poitiers no solo coincide con el Magisterio apostólico de su tiempo y de la época subsiguiente, sino también con el Magisterio actual. 

Es cierto que con el tiempo ha cambiado el tono en esa enseñanza. En el siglo XIX lo mismo Pie que las encíclicas pontificias combatían muy clamorosamente un naturalismo anti-cristiano que pugnaba entonces por apoderarse del mundo social, cultural y político. Actualmente la situación es diferente, sobre todo desde mediados del siglo XX: esa secularización del mundo es ya un hecho consumado. A mediados del siglo XX y comienzos del XXI, la expulsión total de Dios es ya en la vida pública de la sociedad la forma misma del mundo moderno. 

Por eso ya después de Pío XII apenas hay en el Magisterio grandes documentos sobre doctrina política, aunque sí los hay sobre doctrina social; pero no es lo mismo. Si la Biblioteca de Autores Cristianos, de Madrid, que publicó en 1958 un volumen de 1.073 páginas, titulado Doctrina pontificia – Documentos políticos, reuniendo en él varias docenas de encíclicas y de grandes textos, hubiera de reeditarse hoy, apenas podría añadir, para actualizarse, unos poquitos documentos, casi nada. Pero la Iglesia no enseña cuando calla, sino cuando habla.

Es verdad que tampoco hallamos documentos «políticos» cristianos en los tres primeros siglos de la Iglesia de las catacumbas, como no sea el libro del Apocalipsis. Pero entonces todos los cristianos sabían que el poder romano era una encarnación histórica de la Bestia apocalíptica anti-cristo; mientras que los actuales, en su mayoría, incluso entre los obispos, parecen ignorar que el poder del imperio liberal es en Occidente otra encarnación diabólica de la Bestia apocalíptica, y muchos la reconocen como el medio, se entiende, relativamente mejor para procurar el bien común de los pueblos. Y este error es hoy en la Iglesia uno de los más graves y difundidos. 

La doctrina del Cardenal Pie es la doctrina de la Iglesia, también hoy. La Iglesia sigue hoy propugnando el reinado de Cristo en los hombres y en las naciones, y persiste en condenar toda exclusión sistemática de Dios en la vida social, cultural y política. Para comprobarlo recordaré algunos textos pontificios.

–Pío XII, en su primera encíclica, Summi Pontificus, de 1939: 

«Las angustias presentes y la calamitosa situación actual constituyen una apología tan definitiva de la doctrina cristiana, que es tal vez esta situación la que puede mover a los hombres más que cualquier otro argumento. Porque de este ingente cúmulo de errores y de este diluvio de movimientos anticristianos se han cosechado frutos tan envenenados, que constituyen una reprobación y una condenación de esos errores, cuya fuerza probativa supera a toda refutación racional (17). 

«Narra el Evangelio que cuando Jesús fue crucificado,“las tinieblas invadieron toda la superficie de la tierra” (Mt 27,45); símbolo lamentable de lo que ha sucedido, y sigue sucediendo, cuando la incredulidad religiosa, ciega y demasiado orgullosa de sí misma, excluye a Cristo de la vida moderna, y especialmente de la pública» (23).

Esto lo escribe Pío XII antes de los cientos de millones de homicidios causados por la II Guerra Mundial, por el Imperio comunista, por otras cien guerras del siglo XX, por las innumerables matanzas del aborto. Esto lo afirma antes del divorcio expréss, del «matrimonio» homosexual, de la gran difusión de la droga, del aumento continuo de la criminalidad, de las enfermedades mentales, del suicidio, de la eutanasia, antes del suicidio demográfico de las naciones ricas, etc. Los horrores presentes confirman la verdad católica: las tinieblas cubren la faz de la tierra cuando la sociedad mata a Cristo en sí misma. Y es inevitable que así sea, en Occidente y en Oriente, con regímenes comunistas o liberales, en cualquier nación que, rechazando a Dios, quiera construirse sobre el hombre. 

–Juan XXIII, en la encíclica Mater et magistra, de 1961: 

«La insensatez más caracterizada de nuestra época consiste en el intento de establecer un orden temporal sólido y provechoso sin apoyarlo en su fundamento indispensable o, lo que es lo mismo, prescindiendo de Dios, y querer exaltar la grandeza del hombre, cegando la fuente de la que brota y se alimenta, esto es, obstaculizando y, si fuera posible, aniquilando la tendencia innata del alma hacia Dios» (217).

–El Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, de 1965, después de afirmar el sentido verdadero de «la autonomía de la realidad terrena», añade:

«pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece» (36).

–Pablo VI, en la Octogesima adveniens, de 1971:

Previene el Papa a los cristianos acerca de «la ideología liberal», a la que podrían afiliarse «olvidando fácilmente que en su raíz misma el liberalismo filosófico es una afirmación errónea de la autonomía del individuo en su actividad, sus motivaciones, el ejercicio de su libertad» (35).

–Juan Pablo II señala la vigencia actual de «toda la herencia racionalista, iluminista, cientifista del llamado “liberalismo” laicista en las naciones del Occidente, que ha traído consigo la negación radical del cristianismo» (discurso Turín, 13-4-1980, n.3: es el tema desarrollado por Alberto Caturelli, Liberalismo y apostasía, Fundación GRATIS DATE, Pamplona 2008). Y el mismo Papa en la encíclica Veritatis splendor, de 1993, hace una fuerte crítica de aquel sistema filosófico, moral y práctico que hace hoy de la libertad humana la fuente única de los valores, sin referencia a Dios, a la verdad o a la ley natural: «es la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral» (20). De ahí han salido, p. ej., el favorecimiento de la anticoncepción, el matrimonio homosexual, la imposición estatal en la educación de ideologías antinaturales y anticristianas, la legalización y financiación del aborto, etc. Últimamente los Papas, recuerda Juan Pablo II, han señalado con frecuencia que «una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (101; cf. 31-34).

–Benedicto XVI, en la encíclica Caritas in veritate, de 2009, dedica al tema un amplio número final (78), del que extracto únicamente algunas frases: 

«Pablo VI nos ha recordado en la Populorum progressio que el hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque no puede fundar él solo un verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero… Al contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un humanismo abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil –en el ámbito de las estructuras, las instituciones, la cultura y el ethos–, protegiéndonos del riesgo de quedar apresados por las modas del momento» (78).

Continuidad doctrinal y no ruptura. Esta convicción del Cardenal Ratzinger, fue la misma que Benedicto XVI expuso a la Curia Romana, al día siguiente de su elección en un importante discurso (2-XII-2005). En él rechazaba una «hermenéutica de ruptura» aplicada al concilio Vaticano II, y reafirmaba una «hermenéutica de continuidad», congénita a la Iglesia católica, cuya doctrina es bíblica y tradicional. Defender hoy la verdadera Tradición de la Iglesia significa hoy defender el Vaticano II, pero integrándolo siempre en los veinte siglos precedentes de doctrina católica, sin retornos anacrónicos al pasado, y sin huidas arbitrarias hacia delante. 

El problema hoy está en que no pocos de los eclesiásticos formados después del Vaticano II en los noviciados, seminarios y facultades sufren una gran laguna doctrinal, que les cautiva mentalmente más o menos en una hermenéutica de ruptura, pues generalmente ignoran, y aún a veces rechazan la enseñanza antiliberal enseñada por la Iglesia durante cien años –del Syllabus (1864) al Vaticano II (1963-1965)–, sobre todo en lo que se refiere al campo de la política y de la relación Iglesia-mundo. El obispo y el párroco, el teólogo y el laico militante, que no alcance por gracia de Dios a evitar en la verdad católica esa gran laguna –en el caso de que la padezca–, no entenderá apenas nada del tiempo presente, y sin pretenderlo, al menos en ciertos campos, trabajará más para el mundo que para el Reino. 

Recuerdo los principales documentos ignorados: sobre los errores modernos y las derivaciones naturalistas, socialistas o comunistas del liberalismo (Mirari vos 1832, Syllabus 1864, Quanta cura 1864). La vida mundana secular concebida sin Dios o contra Dios (Quod Apostolici muneris 1878, socialismo; Diuturnum 1881, poder civil; Humanum genus 1884, masonería; Immortale Dei 1885, constitución del Estado; Libertas 1888, libertad verdadera; Rerum novarum 1891, cuestión social; Testem benevolentiæ 1899, americanismo; Annum sacrum 1899, potestad regia de Cristo; Pascendi 1907, modernismo; Mit brennender Sorge 1937, nazismo; Summi Pontificatus 1939). La Iglesia llama todavía con fuerza en esos años a superar los horrores del mundo moderno por el cristianismo (Oggi 1944), enseña las condiciones necesarias de una democracia digna y benéfica (Benignitas et humanitas 1944), y el necesario influjo salvífico de la Iglesia sobre los pueblos (Vous avez voulu 1955). Señala así los principios de justicia y de solidaridad real que el mundo moderno está ignorando (Mater et Magistra 1961, Pacem in terris 1963, Redemptor hominis 1979).

Mons. Luis Eduardo Pie, gran Obispo de Poitiers. Cultivador fiel de la vida laical, sacerdotal y religiosa. Veinte Sínodos diocesanos en treinta años de episcopado. Desde Poitiers, una diócesis no grande de Francia, enseña la verdadera doctrina católica, a veces en contra de la mayoría de sus hermanos obispos, y en favor de toda la Iglesia. Él combate –atención a esto– no solamente los efectos venenosos que el naturalismo liberal causa en su tiempo o amenaza causar en el futuro, sino que centra su ataque contra la misma Bestia del laicismo anticristiano. Es decir, combate los malos efectos y denuncia sus malas causas. Algo que hoy falta mucho.



Fuente: Blog “Reforma o Apostasía” del P. José María Iraburu, 
números 33 al 38.



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