sábado, 14 de noviembre de 2015

Sobre el Anticristo - Josef Pieper

Sobre el Anticristo
Josef Pieper


El Anticristo llevará a cabo una increíble potenciación del poder, no sólo en extensión sino en intensidad, y lo ejercerá en un sentido extremo. Su enorme éxito –aunque pasajero, pues ya fue derrotado– consistirá en una gran apostasía y persecución de los “buenos”. En esos días, se unirá todo lo que se llama mundo contra la única y verdadera Iglesia de Cristo. 


1.  En la tradición del pensamiento occidental acerca de la historia el estado final intratemporal tiene sobre todo un nombre: reinado del Anticristo. Es necesario, por tanto, interpretar con la mayor precisión posible el sentido de tal expresión. 

En principio el nombre de «Anticristo» tiene un cierto eco extraño para el oído moderno. Pero lo que tal nombre connota y señala de realidades intrahistóricas sí que le es perfectamente familiar y bien conocido al hombre contemporáneo. Aunque por ese «hombre contemporáneo» no se ha de entender ciertamente toda persona que vive hoy en cualquier parte del mundo, sino más bien quien con el sentido despierto y diríamos que desde dentro ha conocido y vivido las últimas cosas ocurridas en la historia humana (los regímenes totalitarios, la «guerra total»). 

En la historia espiritual de la «edad moderna» ha sucedido con la representación del Anticristo lo mismo que con la representación de un estado final intrahistórico y catastrófico. Todo ello pasaba por ser simplemente «la más tenebrosa edad media» [1]. Veinte años después de la “Historia de la humanidad” de Iselin, coetánea de la “Crítica de la razón pura” de Kant, publicó el suizo Corrodi una “Historia crítica del quiliasmo” (1781-1783), en cuyo prólogo se dice que «la historia de la exaltación es útil porque preserva de recaídas», además de que proporciona «abundante material para la diversión» [2]. Entre tanto esa falta de presentimiento reflexiva e ilustrada ha asumido más bien un carácter patético. Lo mismo puede decirse de la teología, incluso de la teología perfectamente eclesial y ortodoxa de aquella época, que suele poner todo el empeño en suscitar una actitud marcadamente ilustrada frente a las «antiguallas» de la concepción medieval del Anticristo, para lo cual se aducen argumentos muy «modernos». Así, un historiador de la Iglesia tan importante como Döllinger alude a la «ampliación geográfica del horizonte» para explicar lo difícilmente imaginable que resulta una persecución de la Iglesia a escala mundial [3]; para Döllinger es «algo casi inconcebible» [4] «un poder mundial que pudiera acabar al mismo tiempo con todas las Iglesias en todos los continentes y en las islas todas» [5]. Entre tanto ese «algo inconcebible» se ha convertido en algo evidente a todas luces para el hombre contemporáneo. Difícilmente habrá ninguna otra cosa con perspectivas de funcionar tan bien como esa simultaneidad de acontecimientos, debida a la técnica, en todos los puntos del planeta, incluidas las «islas». Sobre todo hoy ha desaparecido por completo la divertida superioridad que el siglo de la Ilustración adoptó frente a las representaciones medievales sobre la crueldad del régimen del Anticristo, que se rechazaban sin más como fantasías primitivas. Sin embargo, «después de Auschwitz», por ejemplo, el hombre sólo puede comprobar con sentimiento que de manera extraña allí hay «algo cierto», que, según la tradición medieval, el Anticristo lleva consigo un horno de destrucción [6], una representación que el reportero ilustrado encuentra tan primitiva como divertida.


2. ¿Qué es, pues, lo que en concreto afirma la representación del «reinado del Anticristo»? 

Se ha dicho que cuanto más afecta una cuestión filosófica a la historia, tanta mayor necesidad tiene el que pregunta de volver a la teología. Y también se puede decir otra cosa, y es que cuanta mayor relación tiene un concepto teológico con las últimas cosas, con la realización de sentido de la historia, con el fin, tanto más se pone con él en juego la teología toda. Lo cual, aplicado a nuestro tema, significa que una interpretación recta del concepto «reinado del Anticristo» supone que se entienden de una manera adecuada todos los conceptos básicos de la teología o, más bien, todas las realidades fundamentales de la historia de la salvación.

Supongamos, por ejemplo, el convencimiento de que hay poderes demoníacos en la historia. Eso no se puede entender en un sentido periodístico vago. «¿Hay quien crea realmente que existen “asuntos caballares” pero que no existen caballos, o que existen “cosas demoníacas” pero no existen demonios?». A esa pregunta de Sócrates [7] se podría responder que sí, que realmente hay gentes que hablan de cosas y hombres demoníacos pero que jamás admitirían que existen demonios. La expresión «poderes demoníacos en la historia» afirma que hay demonios, seres espirituales puros, ángeles caídos, que intervienen en la historia humana. Y no es precisamente que se haya de concebir al Anticristo como un ser demoníaco puramente espiritual; no es eso. Sino que con ello ese fenómeno se puede entender como perfectamente posible; para poder decir lo que es realmente el Anticristo, hay antes que aceptar la existencia de «el maligno» como puro ser espiritual, y desde luego como un ser que tiene poder en la historia, más aún como «el príncipe de este mundo», al que con una fórmula extrema se le llama también «el dios de este mundo» (2 Cor 4, 4). (La interpretación teológica del depósito tradicional no nos proporciona aquí representaciones suficientemente elaboradas, y menos aún por cuanto respecta al dominio de la historia por parte del «príncipe de este mundo», acerca de cuya designación Raïsa Maritain dice con razón [8] que difícilmente puede tratarse de una simple «ironía divina el que Cristo no haya corregido en modo alguno al tentador, cuando le muestra los reinos de la tierra con su gloria y le dice: “Todo esto me ha sido entregado y yo lo doy a quien quiero” [Lc 4, 6], como tampoco el que, según la carta de Judas [9], ni siquiera Miguel osase pronunciar un juicio condenatorio contra Satán»). Es necesario ante todo reflexionar sobre el concepto de «espíritu puro» con todas sus consecuencias posibles, por difícil que naturalmente siga siendo para nosotros el representárnoslo. De otro modo erraríamos la categoría y la superioridad ontológica, tanto por lo que se refiere a la inteligencia como a la energía de la voluntad, que hay que atribuir a esos poderes demoníacos de la historia, y a cuyo servicio hay que imaginar al Anticristo. No es que el «príncipe de este mundo» sea el señor de la historia; pero, según la fórmula de Theodor Haecker, «él acelera su marcha, y ése es el acontecer en parte manifiesto y en parte secreto de nuestros días como de los días todos del mundo entero» [9]. ¡Incuestionablemente eso supone una agravación inaudita de toda la filosofía de la historia! Sin embargo, y habla una vez más Theodor Haecker, «el verdadero pensador e investigador a nada tiene tanto miedo como a dejar algo del ser; ... la ruina de la filosofía europea de la historia... fue el haber perdido ese miedo saludable» [10].

Además, no se comprende nada de la representación tradicional del Anticristo, si al mismo tiempo no se piensa que existe una culpa, ocurrida al comienzo de los tiempos y que ha actuado en el tiempo histórico, que existe un pecado original y hereditario. Aunque, por una parte, aquí se trata de un misterio en sentido estricto, que nunca se podrá dilucidar o entender, por otra parte, sin tal supuesto la historia adquiere un carácter de absurdo. Pero en ningún caso se puede refrendar la representación tradicional del Anticristo sin ese supuesto, pues que el Anticristo se concibe como la manifestación de la radicalización extrema de la «discordia» que por el pecado original ha entrado en el mundo histórico.

Asimismo la concepción cristiana del «reinado del Anticristo» no se puede comprender, si al mismo tiempo no se reconoce que el pecado original ha sido superado por el Logos hecho hombre, que también y precisamente es el vencedor del Anticristo. No se entiende nada del Anticristo si, pese a todo su poder en la historia, no se le reconoce como a alguien que en el fondo ya está vencido.

Es necesario, además, tener una concepción adecuada de lo que es un «mártir» y de lo que en el fondo significa el testimonio de sangre. Cuando, por ejemplo, E. R. Curtius en un estudio sobre la “Doctrina histórica de Toynbee” [11] habla de las Iglesias cristianas y plantea la pregunta de: «¿Están reservadas para un martyrium que pueda salvarnos de la tecnocracia?», la primera parte de dicha pregunta responde por completo a la situación interna del estado final; mientras que la parte segunda de ese interrogante –si el martirio de la Iglesia puede salvarnos (realmente ¿a quién?) de la tecnocracia– parece indicar en su forma de oración de relativo que los factores de la situación escatológica están vistos en principio de una manera falsa, hasta el punto de que tampoco la figura teológica del Anticristo, aun en el caso de que pareciera un pretexto, no se puede entender adecuadamente como una figura especial que esos factores introducen en el juego de fuerzas históricas.


3. Y una vez más nos preguntamos: ¿qué sentido tiene la representación del reinado del Anticristo como estado final intrahistórico? 

Se dice ante todo, per negationem, que el verdadero tema de la historia universal no es simplemente, en fórmula de Goethe [12], la fe y la incredulidad y la lucha entre ambas, sino que de una manera mucho más concreta ese tema es la lucha en torno a Cristo. Si realmente la figura que domina el escenario de la historia al final del tiempo es el Anticristo, quiere decirse que el actor principal de la época última es inequívocamente un personaje referido a Cristo. Cabe suponer que tal afirmación sonará en los oídos del hombre contemporáneo (en el sentido antes explicado) con mucho mayor sentido y verosimilitud que en los oídos de un liberal «cristiano» del siglo XIX. Con ello se dice que la historia no se desarrolla en el terreno neutral de la «cultura», de las «realidades culturales»; más bien podría «ser la “neutralidad” del liberalismo frente a Cristo un mero estadio de transición» [13]. En el siglo XIX tal vez pudo parecer que el cristianismo se iba olvidando sin más poco a poco, que en el mundo iba a imponerse una cultura meramente profana, entendido el «profana» en el sentido de neutralidad, hablando del cristianismo ni de un modo positivo ni tampoco negativo. Quizás esa opinión pueda prevalecer todavía hoy, por cuanto que están en tela de juicio los campos de lo «cultural» no directamente «existenciales», medios y no obligatorios (literatura, arte, circenses, economía). Mas tan pronto como esos campos de la categoría existencial se someten al ejercicio del poder político, de inmediato se habla de forma explícita y hasta casi exclusiva del cristianismo; y desde luego como de un poder de la résistance, del «sabotaje». Dicho en lenguaje cristiano: se habla del cristianismo como de la ecclesia martyrum.

Así como el mártir, hablando en un sentido intrahistórico, es una figura de orden político, así también el Anticristo es una manifestación del campo político. No es algo parecido a un hereje, a un disidente, que sólo tenga importancia dentro de la historia de la Iglesia mientras que el resto del mundo no necesita tener noticias de él. La potentia saecularis, el poder mundano sería –según lo afirma Tomás de Aquino [14]– el verdadero instrumento del Anticristo, que es por esencia alguien dotado de poder. Los tiranos y gobernantes violentos, que persiguen a la Iglesia serían –y continuamos citando al Aquinatense [15]– los representantes (quasi figura) del Anticristo. A éste, pues, no se le concibe al margen del terreno histórico, sino que más bien es una figura eminentemente histórica, toda vez que la historia es primordialmente historia política. Con ello se dice simultáneamente otra cosa, a saber: que el fin no ocurrirá en el sentido de un caos, en el que una multitud de potencias históricas se enfrentan entre sí, llegando paso a paso por ese camino a una disolución general de los entramados y estructuras, produciendo al final una especie de descomposición. Sino que al final habrá una figura soberana dotada de un poder inaudito, y que bien mirado no establece un verdadero orden. Al final de la historia se impondrá un pseudo-orden sostenido por un abuso de poder. Que el nihilismo, al que caracteriza «la relación con el orden» a diferencia del anarquismo, «más difícil de descubrir porque se camufla mejor» –siendo ésta una observación aguda del analista Ernst Jünger [16]– tiene una referencia escatológica oculta. La designación de «pseudo-orden» es también atinente en el sentido de que tiene éxito el «engaño», siendo desde luego un elemento de la profecía sobre el fin el que la «desolación del orden» del Anticristo se considere como un verdadero y auténtico orden. La concepción de un andamiaje social puramente organizativo, en el que «funciona sin estridencias» todo «lo técnico», desde la producción de bienes hasta la higiene, y que en el fondo sigue siendo un entramado de desorden, es una idea que no está lejos de la experiencia contemporánea. Tal vez el pseudo-orden del reinado del Anticristo después de un tiempo de «desórdenes» en grado máximo, como los que según el sentir de Toynbee suelen preceder al establecimiento de un Estado universal, será saludado como una liberación (con lo que una vez más se confirmaría precisamente el carácter del Anticristo como un Pseudo-Cristo).

Otro de los rasgos que se ha de atribuir al Anticristo es el de una figura, cuyo poder político se extiende a toda la humanidad. Es el señor del mundo. En el mismo instante en que se haga posible el dominio universal en sentido pleno, también será realmente posible el Anticristo. A ello responde el otro estado de cosas inherente: el mensaje cristiano llegará a conocimiento de la totalidad de los pueblos de la tierra políticamente colonizados: «Este evangelio del reino será predicado en toda la tierra como testimonio para todos los pueblos; y entonces llegará el fin» (Mt 24, 14). Esto la teología no lo entiende en el sentido de que la religión cristiana tenga que reportar una victoria sobre el mundo, sino como un estado de cosas en que será posible (y hasta apremiante) tomar una decisión a favor o en contra de Cristo en toda la faz del planeta. Es necesario evitar aquí un malentendido: la doctrina tradicional del Anticristo no dice que no pueda darse ninguna soberanía universal fuera del Anticristo. La constitución de un Estado universal, como la que pareció intentarse con un alcance histórico en los años posteriores a la segunda Guerra Mundial, puede muy bien convertirse algún día en un legítimo objetivo de la actividad política. Se ha dicho, por lo demás, que con ello la humanidad entrará en un nuevo «estado de agregación», en un estado en que el reinado del Anticristo resulta posible y en un sentido incomparablemente agudo: «una organización mundial podría traer la más funesta e insuperable de todas las tiranías con el establecimiento definitivo del reinado del Anticristo» [17] (una frase que ya se ha citado).

Desde esta perspectiva adquiere especial importancia otra afirmación acerca del Anticristo, contenida asimismo en la tradición. El Anticristo llevará a cabo sobre la Tierra una increíble potenciación del poder, y ello no sólo en extensión sino sobre todo en intensidad. El Estado mundial del Anticristo será un Estado totalitario en un sentido extremo. Lo cual, sin embargo, no está condicionado únicamente por el afán de poder y la superbia del propio Anticristo, sino también por la naturaleza misma del Estado mundial. Trocarse de la noche a la mañana en un Estado totalitario es el peligro interno de un imperio mundial, peligro que viene dado directamente con la misma forma de montaje; un imperio que per definitionem no tiene vecinos, y ello coincide de repente con las islas políticas de las utopías. He aquí lo que el historiador liberal Edward Gibbon dice del Imperium Romanum: en él pudo arrancarse de raíz la libertad «porque no había ninguna posibilidad de huir»; «si la soberanía caía en manos de un solo individuo, el mundo entero se convertía en una prisión segura para sus enemigos». Con ello enlaza justamente la conclusión consignada en un diario de la última guerra [18]: en contra de la «organización mundial unitaria» –que sin duda va a llegar– «desde el punto de vista de la libertad se puede objetar que ya no habría lugar alguno al que se pudiera emigrar». El reverso del ideal kantiano, que desde luego se lograría en un Estado universal, y es que ya no habría propiamente guerras «exteriores», estaría en que en lugar de la guerra entrarían las acciones policiales, que muy bien podrían adoptar el carácter de campaña contra los animales dañinos.

Esa tendencia, condicionada por su misma estructura, de una organización mundial a convertirse en «totalitaria» es algo que se viene repitiendo una y otra vez desde hace largo tiempo, aunque su valoración puede ser tanto positiva como negativa. Ahí está la frase de Lenin: «Toda la sociedad se convertirá en una oficina y en una fábrica con el mismo trabajo e igual salario» [19]; y ahí está el «socialismo organizativo» que saluda al «ejército mundial de los trabajadores» como un Estado universal que está llegando. Ahí están, por otro lado, las últimas cartas del anciano Jacob Burckhardt a Friedrich von Preen, en las que le habla de «la gran autoridad venidera», a la que nadie conoce ni se conoce ella misma, pero a cuyo servicio trabaja ya el radicalismo que todo lo nivela [20]. Y ahí está, finalmente, la frase de un político moderno [21]: «El mundo evoluciona hacia un centro de poder absoluto, hacia un absolutismo universal». Y por lo que respecta a los propósitos de «resistencia de la libertad» recientemente se ha expresado la sospecha que sin duda alguna se ha cumplido en el sentimiento de futuro de muchos coetáneos clarividentes: «De cualquier lucha por el mantenimiento de la libertad la substancia de esa libertad sale un tanto disminuida, porque para poder defenderla de una manera realmente eficaz contra sus enemigos, hay que prescindir de una parte de la misma, y esa parte ya no se recupera» [22].

En la esencia de un imperio, que aúna a reinos y pueblos desarrollados y en la esencia del César –así lo dice Erik Peterson [23]– entra el que salten las instituciones; es decir, la disolución de las formas de vida social arraigadas en la tradición y su sustitución por nuevas formas e instituciones políticas; cosa que se puede ver ya en la configuración interna del Imperium Romanum (gritaban los judíos: No tenemos más rey que al César). Pero como se abandona «la base de lo institucional en el imperium» [24], por eso surgen también y ante todo una situación, en principio nueva, dentro del ámbito religioso. La imagen del acuerdo entre Iglesia y Estado, «que se contraponen como dos instituciones y que como tales instituciones tienen también que encontrar un modus vivendi», es una imagen que, como dice Peterson, pierde su validez en el imperium. Y ya no se trata de un arreglo, sino de una «lucha»: «El culto de los viejos dioses estatales podía ser tolerante, el culto imperial tenía que ser necesariamente intolerante» [25]. En este análisis, que apunta mucho más allá de su objeto inmediato, se señala algo acerca de la situación interna de un imperio mundial escatológico, cuyas formas previas no resultan extrañas por completo al hombre contemporáneo. Con la estructura del imperio universal parece incluso imponerse diríamos que una oportunidad negativa de que la posición pública de la Iglesia cambie como en virtud de un proceso de mutación. Ya no existe la posibilidad de conformar las ordenanzas públicas desde el ámbito de lo sagrado, sino que frente a un poder absoluto, sumamente potenciado y al que no limita ningún vínculo tradicional, la Iglesia se encuentra en el papel de la ecclesia martyrum.

Ese peligro, que se podría decir condicionado por las mismas circunstancias objetivas, se agudiza realmente ahora –así lo dice la tradición– hasta sus límites extremos por la persona del Anticristo, que llega por encargo del ángel caído por una voluntad de poder, y en cuyas «proclamas egoístas alcanza su culminación demoníaca la historia de la autoapoteosis humana» [26], y que precisamente es aceptado justo en razón de su pretensión extrema de poder: «Si viniera algún otro en nombre propio, a ése sí le recibiríais» (Jn 5, 43).


4. En el Apocalipsis (13, 1s) se le aparece el Anticristo al vidente como un animal que sube del mar; y ciertamente que no como un animal conocido por experiencia, sino como un monstruo, con diez cuernos, siete cabezas, semejante a una pantera, con pies de oso y boca de león. El hombre por así decir «clásico», afincado en el terreno de lo «humano», o que piensa estarlo, siempre ha percibido esto como algo grosero y absurdo que ofende a la imaginación; léase, por ejemplo, lo que Goethe escribe a Lavater sobre el libro del Apocalipsis. Pero tales enormidades tal vez le resultan algo menos difíciles de entender al hombre moderno «posgoethiano», después que se le han hecho familiares la cría racista del hombre [27] y formulaciones como las de Nietzsche y Spengler acerca de la «bestia rubia» y del hombre animal de presa, y porque también en la realidad empírica tiene ante sus ojos lo meramente inhumano llevado a la exageración extrema; todo lo cual comporta también que tanto las artes plásticas como la poesía aparezcan pobladas de tales monstruosidades. Al hombre contemporáneo le resulta en cierto modo comprensible que un «despotismo planetario con una tecnificación progresiva y una espiritualidad muerta» [28] no pueda «representarse» de otro modo que mediante la representación estridente e insólita de tales figuras que no son ni humanas ni animales. La interpretación teológica del Apocalipsis está perfectamente de acuerdo en entender sus afirmaciones como una representación plástica de la apostasía del hombre, que arroja de sí la natural semejanza divina («no queremos ser lo que Dios ha llamado “hombre”» [29]), como la caracterización desenmascarada del «imperio astuto y grosero que todo lo devora, del poder mundial dominado por instintos bestiales y que aparece también en formas bestiales» [30].

El Apocalipsis habla también de un segundo animal, subordinado al primero como la propaganda al ejercicio del poder. De ese segundo animal, que encarna al profeta del Anticristo, se dice que es semejante a un cordero, pero que habla como un dragón (Ap 13, 11). Ambas figuras ejercen el dominio universal y totalitario del mal sobre el Planeta. «Y se le dio autoridad sobre toda tribu y pueblo y lengua y nación» (13, 7), «y la tierra entera, fascinada, seguía detrás de la bestia» (ibid., 13, 3).

Fascinada ¿por qué? El Anticristo, que se denomina dios y hombre [31], aparece «como herido de muerte, pero su herida mortal se había curado» (Ap 13, 3). Y eso es precisamente lo que la «propaganda sacerdotal» del Anticristo [32] airea sobre todo. Ese «pervertido mensaje de Viernes santo de la herida mortal y la curación milagrosa del Anticristo» es su «tema favorito» [33]. La perversa imitatio Christi, la «imitación» del verdadero Señor, alcanza aquí su punto más alto. El Apocalipsis dice que el segundo animal «hace que la tierra y sus moradores adoren a la primera bestia, a aquella cuya herida mortal fue curada» (13, 12); se dice «a los habitantes de la tierra que hagan una imagen en honor de la bestia, que tiene la herida de la espada y revivió» (13, 14). Al hombre de este nuestro tiempo le resulta perfectamente familiar esa estructura formal («salvación milagrosa» del que ostenta el poder). Pero además hay que pensar que en el antiguo culto imperial entraba como un deber religioso el creer en la fortuna del emperador [34].

La tradición también ha querido ver un rasgo objetivo de la semejanza del Anticristo con Cristo en el hecho de que sea judío; cosa que también aparece en el Talmud [35]. Tomás de Aquino reproduce asimismo esa opinión (dicunt quidam...): «...y por eso serán los judíos los primeros en aceptarle y en reconstruir el templo de Jerusalén, y así se cumplirá la palabra del profeta Daniel: Habrá en el templo abominación [36] y un ídolo (desolación)» [37]. No se puede omitir aquí una observación sobre el papel escatológico del judaísmo. Quien mira los profundos «signos del tiempo» no deberá nunca perder de vista lo que sucede en el mundo con los judíos como comunidad. Y en este tiempo ocurre realmente algo extraordinario, si se piensa en el antisemitismo que invade al mundo entero, y cuyo sentido escatológico se ha intentado explicar así: «que los judíos... son forzados a reconocerse como judíos, como un pueblo especial..., que los judíos se enfrentan con más claridad que nunca al problema de una conversión a Cristo, humanamente inútil» [38]; si se advierte el hecho de que el Estado de Israel ha podido constituirse por primera vez en nuestros días desde la época del Antiguo Testamento; si se piensa en el extraño (¿grotesco? ¿curioso?) requerimiento [39], dirigido al tribunal supremo judío de Jerusalén, en el sentido de que Israel, una vez recuperada su soberanía estatal, debe entablar un «proceso de revisión» por lo que se refiere al proceso jurídico de Jesús. En cualquier caso «los avatares de los judíos en el mundo político no hay que entenderlos en definitiva desde la esfera política sino desde la esfera religiosa» [40]. Y es doctrina teológica común que antes del fin intratemporal de la historia el judaísmo, como pueblo en su conjunto, se convertirá a Cristo, de tal modo que algunos teólogos han entendido que lo que todavía «detiene» el fin y la aparición del Anticristo, que sólo estaría en camino (como escribe Pablo a los tesalonicenses que contaban con un «fin» inminente y precipitado) [41], es precisamente la persistente incredulidad de Israel [42] (la teología medieval, en cambio, pensaba sobre todo en el poder ordenador del Imperio Romano).

Además la tradición no ve en la imitación de Cristo más que la potenciación al máximo de la mendacidad y de la santidad aparente que caracteriza al Anticristo. Tal santidad aparente ha de tomarse en sentido muy estricto. No se trata aquí de una capa que «palia», sino de un hábito general que desciende y se adentra hasta el campo de la ética y que casi necesariamente ha de aparecer como una santidad real en un mundo al que ya le resulta extraño el sentido originario, óntico y cúltico, de ese concepto. Sólo en virtud de esa imitación de la santidad auténtica, capaz de engañar incluso a «las personas serias» y aun a los mismos creyentes, resulta de algún modo comprensible el engaño de muchos, «que podría llegar hasta a los mismos elegidos»; ahí hay algo de la «poderosa fuerza de seducción», de la que en el Nuevo Testamento se dice que Dios permite «que los lleve a creer en la mentira» (2 Tes 2, 11). Así, pues, esa fuerza y capacidad embaucadora la ve la tradición [43] como fundada sobre todo en la aparente santidad de la vida personal, en la que se afana el Anticristo. En el famoso “Relato del Anticristo” –que pretende reproducir todo «cuanto con la mayor verosimilitud se puede decir sobre este tema de acuerdo con la Sagrada Escritura, la tradición de la Iglesia y la sana razón humana» [44]– Vladimir Soloviev traza la leyenda del Anticristo como «el gran espiritualista, asceta y amigo de los hombres», cuya altísima autoestimación aparece justificada por las «supremas manifestaciones de continencia, abnegación y activa disposición de ayuda»; y es «por encima de todo un amigo de los hombres, y no sólo de los hombres, sino también amigo de los animales, siendo personalmente vegetariano» [45].

Forma parte de la imagen tradicional del Anticristo el aparecer como «benefactor», y en las audiencias se muestra «tan amable, que se proclamará en todas las gacetas», como se dice en la “Vida del Anticristo” que escribió un capuchino en el siglo XVII [46]. El Anticristo del relato de Soloviev es autor de un libro, traducido a todas las lenguas del mundo, con el título de “El camino abierto a la paz y al bienestar en todo el mundo”. Ha «creado en toda la humanidad una semejanza firmemente fundada: la semejanza de una hartura universal». Y después de haber sido proclamado –¡sobre la base de una elección sin votación!– soberano del mundo, el Anticristo pronuncia un manifiesto, que concluye con las palabras siguientes: «¡Pueblos de la Tierra! ¡Se han cumplido las promesas! La paz del mundo está asegurada por toda la eternidad. Cualquier intento de destruirla encontrará al instante una resistencia insuperable, pues que desde hoy no existe sobre la tierra más que un único poder central... Ese poder me pertenece... El derecho internacional posee al fin la sanción que hasta ahora le ha faltado. De ahora en adelante ningún poder osará decir “guerra” cuando yo diga “paz”. ¡Pueblos de la Tierra! ¡La paz sea con vosotros!» [47]. Esto lo escribía Soloviev el último año del siglo XIX.

El carácter poderoso del reinado del Anticristo aparece con singular claridad en las últimas frases del manifiesto. Los teólogos hablan de «la potencia universal más fuerte de la historia» [48]. (Habría que recordar aquí algo singular, y es que Karl Marx ve condicionado el estado final intrahistórico por el hecho de que «ya no habrá ninguna verdadera autoridad política» [49]. A mí me parece que esto sólo se puede comprender en el sentido de que aquí se inserta en la historia su final extratemporal, la «Ciudad de Dios». Por el contrario, dentro de la realidad histórica se exacerbará por todas partes el ejercicio del poder político. Se ha dicho, en efecto, que el actual estado de cosas en el mundo se caracteriza porque «todavía sólo hay unas relaciones fácticas que se convertirán en puras relaciones de violencia») [50].

Como quiera que «la fusión militar, política y económica se consuma en la unidad del frente religioso» [51], el poder del Anticristo alcanza entonces sus cotas más altas. El objeto del culto religioso es el propio señor del mundo; «todos los habitantes de la Tierra, excepción hecha de los elegidos, adorarán a la bestia y dirán: ¿Quién hay semejante a la bestia?». «No hay lugar alguno al que poder escapar huyendo de sus pretensiones» [52]. La posibilidad de una emigración, aunque sólo fuera de una «emigración interna», está excluida. Ya no habrá neutralidad alguna.

Ello es obra, sobre todo, de la «propaganda sacerdotal», que pone a los hombres en la mayor confusión por medio de señales sorprendentes y hasta casi milagrosas. A propósito de esto se ha observado que podría también tratarse de «milagros sociales» [53]. El profeta del Anticristo organiza ante todo el culto de él mismo (por lo demás, acerca de ese culto ya Jung-Stilling [54], amigo de Goethe, pudo escribir sorprendentemente en 1804, que ese tipo de «liturgia» tenía que ser ¡militarista!). La imagen cúltica del señor del mundo tendrá que ser adorada; esa su imagen cúltica es «un instrumento de política estatal, por el que se reconoce al amigo y se descubre al enemigo, el cual es castigado. El “espíritu” de la “imagen” representa, en definitiva, el canon vivo para los jueces del imperium» [55]. El poder político, que se impone de manera absoluta, introduce una «absorción sin reservas» de la existencia y aspira a posesionarse de todo el hombre, y de manera muy especial en el ámbito de la religiosidad personal, por cuanto que a la vez se adueña de la inmediata existencia física del individuo mediante un boicot económico. Según la palabra del Apocalipsis, son «los pequeños y los grandes, los ricos y los pobres, los libres y los esclavos» (¿se puede expresar con mayor claridad la ausencia total de excepciones en esa «absorción»?), son realmente «todos» los que por obra del profeta del Anticristo son inducidos a «hacerse una señal sobre su mano derecha o sobre su frente, sin que nadie puede comprar o vender si no es el que tiene la señal, el nombre de la bestia o el número de su nombre». «Miedo y egoísmo» –cosa que ya sabía Inmmanuel Kant [56]– serán «presuntamente» el fundamento del reinado del Anticristo.

Estando a las informaciones inequívocas de la tradición el «éxito» externo de ese régimen será inaudito; y el éxito consistirá en una gran apostasía. El hecho del enorme éxito externo distingue al Anticristo de aquel al que alude su nombre per negationem

Un comentario teológico al Apocalipsis dice de este modo: «Así como en los días de Jesús de Nazaret se hicieron amigos Herodes y Pilato, fariseos y saduceos, porque se trataba de ir contra Cristo, así también en los días del Anticristo se unirá contra la Iglesia todo lo que se llama mundo» [57]. El «enemigo del mundo» será la Iglesia. Tomás de Aquino parece ensanchar aún más el círculo –casi podríamos decir que en forma desesperada– cuando afirma que «aquella última persecución» –cuyo anticipo y modelo son «las persecuciones de la Iglesia de este tiempo»– se dirigirá «contra todos los buenos» [58].

La última forma intrahistórica que adoptarán las relaciones de Iglesia-Estado no será la de un «arreglo», y ni siquiera la de «lucha», sino una forma de persecución; es decir, la de acoso de los impotentes por el poder. Mientras que la manera de lograr la victoria sobre el Anticristo será el testimonio de la sangre. 







Notas:

[1] Véase Hans Preuss, Die Vorstellungen vom Antichrist im späteren Mittelalter, bei Luther und in der konfessionellen Polemik, Leipzig 1906, p. 27.

[2] Cf. Ibid., p. 265.

[3] Ignaz Döllinger, Christentum und Kirche in der Zeit der Grunlegung, Ratisbona 1860, p. 431.

[4] Ibid., p. 448.

[5] Preuss, Die Vorstellungen vom Antichrist, p. 257.

[6] Ibid., p. 21.

[7] Apología 27.

[8] Raïssa Maritain, Der Fürst dieser Welt, en «Der katholische Gedanke», año VII (1934) 88-93.

[9] Der Christ und die Geschichte, Leipzig 1935, p. 124; versión castellana: El cristiano y la historia, Rialp, Madrid 1954.

[10] Ibid., p. 92.

[11] Aunque no está claro si esa declaración («Merkur» 2, [1948] 505) ha de entenderse como reproducción de la opinión de Toynbee.

[12] Notas y tratados para una mejor inteligencia del Diván occidental-oriental. Capítulo: Israel en el desierto.

[13] Eric Peterson, Zeuge der Wahrheit, Leipzig 1937, p. 91.

[14] Comentario a la 2 Tes, cap. 2, lec. 2.

[15] Ibid., lec. 1.

[16] Strahlungen, Tubinga 1949, p. 469.

[17] Zeitalter der Atomkraft, p. 64.

[18] G. Nebel, Bei den nördlichen Hesperiden, Wuppertal 1948, p. 258.

[19] Obras selectas, Moscú 1946, t. II, p. 236.

[20] Jacob Burckhardt, Briefe an seinen Freund Friedrich von Preen 1864-1893, Sttutgart-Berlín 1922, p. 224 (carta de 16 junio de 1888).

[21] Hermann Rauschning, Die Zeit des Deliriums, citado de manera compendiada en «Die Welt» (Hamburgo) el 4-XII-1948.

[22] Peter de Mendelssohn en «Der Monat», año II (1949) 162.

[23] Zeuge der Wahrheit, p. 81ss.

[24] Ibid., p. 82.

[25] Ibid.

[26] Ethelbert Stauffer, Theologie des Neuen Testaments, Stuttgart 1947, p. 192ss.

[27] A. Huxley habla (en Gedanken über den Fortschritt, en «Neue Schweizer Rundschau» 1948) de un «inaudito experimento eugenésico», que difícilmente podría llevarse a término «sin la presión de una dictadura mundial». Y dice a la vez: «Sería un castigo adecuado para la desmesurada hybris del hombre el que –dado que la mayor parte de las mutaciones son perjudiciales– el resultado final culmine en la cría de una raza de idiotas de labios leporinos y de seis dedos» (p. 400). 

[28] Así E. R. Curtius en su estudio sobre Toynbee, en «Merkur» 2 (1948) p. 505.

[29] Ph. Dessauer, Das bionome Geschichtsbild, p. 40.

[30] H. Schlier, Vom Antichrist. Theologische Aufsätze zum 50. Geburtstag von Karl Barth, ed. Ernst Wolf, Munich 1936, p. 115.

[31] Tomás de Aquino: «dicens se Deum et hominem», en Comentario a la 2 Tes, cap. 2, lec. 2.

[32] H. Schlier, Antichrist, p. 121.

[33] E. Stauffer, Theologie des Neuen Testaments, p. 194.

[34] E. Peterson, Zeuge der Wahrheit, p. 83.

[35] Hans Preuss, Der Antichrist, Leipzig 1909, p. 41.

[36] Se ha llamado la atención sobre el hecho de que en el texto griego del Evangelio de Marcos, la palabra «abominación» tomada del profeta Daniel (9, 27; 12, 11), que es neutra, se emplea contra todas las reglas gramaticales en masculino, haciendo pensar así en una persona de ese género.

[37] Comentario a 2 Tes, cap. 2, lec. 1.

[38] K. Thieme, Am Ziel der Zeiten?, Salzburgo-Leipzig 1939, p. 30.

[39] «Rheinischer Merkur» (Coblenza) de 19-II-1949.

[40] E. Peterson, Die Kirche aus Juden und Heiden, Salzburgo 1933, p. 71.

[41] 2 Tes 2, 7.

[42] Por ejemplo, Erik Peterson, que habla de la posibilidad (en Die Kirche aus Juden und Heiden, p. 59) de que «mediante la incredulidad de Israel se demore… el fin del mundo».

[43] Cf. H. Preuss, Die Vorstellungen vom Antichrist, p. 18ss.

[44] Drei Gespräche, p. 200.

[45] En un trabajo científico, aparecido entre 1933 y 1945, acerca de la escatología de la Iglesia oriental, se eliminó por razones patentes ese rasgo peculiar de su vegetarianismo en la imagen del Anticristo.

[46] Dionisio de Luxemburgo, un precursor literario del P. Martin von Cochem. Cf. H. Preuss, Die Vorstellungen vom Antichrist, p. 254.

[47] Drei Gespräche, p. 200.

[48] Así E. Stauffer, Theologie des Neuen Testaments, p. 192. H. Schlier, (Vom Antichrist, p. 119): «En la bestia encuentra su unidad el cosmos histórico».

[49] Elend der Philosophie. Materialismo histórico (edición de bolsillo de Kröner) II, 574; versión castellana: Miseria de la filosofía, Ediciones 7 x 7, Barcelona 1979.

[50] Alfred Weber, Der vierte Mensch, p. 290.

[51] E. Stauffer, Theologie des Neuen Testaments, p. 194.

[52] A. Wikenhauser en su Comentario al Apocalipsis (Nuevo Testamento de Ratisbona), Ratisbona 1947, p. 90; versión castellana: Herder, Barcelona 1969.

[53] H. Schlier, Vom Antichrist, p. 121.

[54] Jung-Stilling, Erster Nachtrag zur Siegesgeschichte der christlichen Religión, Nuremberg 1805, p. 95ss (cit. en Schlier, Vom Antichrist, p. 119, nota 11).

[55] H. Schlier, Vom Antichrist, p. 122.

[56] Ende aller Dinge, sentencia final.

[57] E. Stauffer, Theologie des Neuen Testaments, p. 192ss.

[58] Comentario a 2 Tes, cap. 2, lec. 2.





Fuente: Josef Pieper, El Fin del Tiempo. Meditación sobre la Filosofía de la Historia,
Editorial Herder, Barcelona 1984, págs. 117-141.



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